Su capital fue la Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco,[1][2] la actual Tarragona, de la cual tomaba su nombre.
Exceptuando la costa mediterránea, la provincia estaba poco poblada y la urbanización era menor que en los otros territorios hispanos.
[4] De la Tarraconensis, fueron escindidas posteriormente Gallaecia y Carthaginensis, ambas por Diocleciano a finales del siglo III, y a finales del siglo IV la Balearica de la Carthaginensis, siendo transformadas en provincias independientes.
Las grandes dimensiones de la provincia determinaron que, en algún momento entre Tiberio y Claudio, el gobernador recibiese como auxiliares en la administración de justicia a siete legados, llamados legati iuridici (sing.
legatus iuridicus), que fueron puestos al frente de sendos conventus iuridici.
El último escalón de la administración del Imperio romano estaba formado en todas las provincias por las ciudades (lat.
civitates), organizadas políticamente a la romana (coloniae, municipia) o de manera tradicional, conservando las instituciones prevías a la conquista romana, aunque, en este último caso, con la directa supervisión de los gobernadores provinciales.
[10] Las comunidades privilegiadas de la provincia Tarraconensis de origen cesariano, triunviral o augústeo, colonias y municipios, fueron adscritas a la tribu Galeria, excepto Caesaraugusta, que lo fue a la Aniensis.
Posteriormente, en el año 74, Vespasiano ordenó que, en León, sobre el antiguo campamento de la Legio VI Victrix, estableciese sus reales la Legio VII Gemina, que sirvió de guarnición permanente en la provincia hasta comienzos del siglo V.
La provincia Tarraconense sirvió así como base para la anexión al Imperio de los cántabros durante las guerras astur-cántabras entre 27 a. C. y 19 a. C., residiendo el propio Augusto en 27-26 a. C.,[16] en Segisama (Sasamón, Burgos),[17][18] y en Tarraco,[19] donde llegó a recibir una embajada procedente de la India.
Esta política fue continuada por Tiberio, quien, aumentó el número de municipios privilegiados en la submeseta norte.
En el año 68, la provincia estaba gobernada por Servio Sulpicio Galba, quien fue invitado por Vindex desde la Galia Narbonense a sublevarse contra Nerón, lo que Galba hizo tan pronto como tuvo noticia de que Nerón había decidido su muerte, y utilizó como coartada, según nos informa Suetonio, un oráculo de una joven vidente de dos siglo antes, que profetizaba que el nuevo señor del mundo saldría de Clunia.
Sus producciones alcanzaron Legio y estuvieron en funcionamiento hasta el siglo IV.
En muchos casos, la intervención imperial consistía en pavimentar, levantar puentes, y mejorar el trazado de antiquísimas vías de comunicación prerromanas, que, muchas veces, se remontaban a la Edad del Bronce.
Posteriormente a su construcción, las vías eran mantenidas regularmente y, a veces, especialmente en el siglo II, se realizaban intervenciones mayores, que quedaban reflejadas en los miliarios con las expresiones refecit o restituit.
Las vías secundarias, a veces pavimentadas, solían ser ejecutadas por las comunidades limítrofes beneficiadas por ellas, aunque tampoco era extraña la intervención del poder imperial, a través del legado de la provincia, en su mejora y construcción.
Las tres vías más importantes de la Tarraconensis fueron: También destacaban un ramal de la calzada de Asturica a Tarraco que seguía el Valle del Duero y buscaba el del Ebro por la depresión del Jalón, la calzada que comunicaba Tarraco con Augusta Emerita a través de Complutum, las tres vías que comunicaban Asturica Augusta con Bracara Augusta y con Lucus Augusti, la calzada paralela a la costa cantábrica, desde Brigantium (La Coruña) hasta Oiasso (Irún), la vía que unía Caesar Augusta con Summo Pyrenaeo (Somport, Huesca), y buena parte de la Vía de la Plata, desde su origen en Asturica Augusta hasta el límite con la provincia Lusitania.
En 193, asesinados Pertinax y Didio Juliano, la guarnición de la provincia y su gobernador se proclamaron partidarios de Clodio Albino, hasta que en 195 abandonaron su causa y se pasaron a Septimio Severo, quien realizó una dura represión entre los partidarios de Albino, fundamentalmente en las ciudades privilegiadas del Valle del Ebro y el Levante, para lo cual designó como gobernador de la provincia a Tiberio Claudio Candido, un experto militar, que había apoyado la sublevación de Septimio Severo en Pannonia Superior, y que había dirigido en Roma a los peregrini o policía secreta imperial, adscrita a la Prefectura del Pretorio.
Hacia 210, el emperador Caracalla decidió modificar los límites de la provincia Tarraconense, para lo cual desgajó los dos conventos jurídicos del noroeste, el Lucense y el Bracaraugustano, para crear una nueva, y efímera, provincia, la Provincia Hispania Superior Gallaecia, mientras que el resto de la Tarraconensis pasaba a denominarse Provincia Nova Hispania Citerior Antoniana, con la intención de reactivar las explotaciones auríferas del noroeste, prácticamente agotadas a finales del siglo II.
Para ello, las provincias heredadas del Alto Imperio fueron divididas en otras menores, que a su vez fueron agrupadas en una nueva entidad llamada diócesis, supervisada por un vicarius directamente designado por el emperador.
[33] A la par, la circulación monetaria fue abundante, especialmente en moneda fiduciaria —AE 2, 3 y 4—, hasta principios del siglo V, aunque en la provincia no funcionó ninguna ceca, procediendo la mayor parte de la moneda de cecas occidentales —Roma, Tréveris, Arlés, Milán...— y algunos ejemplos orientales.
[34][35][36] En la primavera de 409 Geroncio se rebeló contra Constantino III, elevando al trono a Máximo, posiblemente hijo suyo o algún colaborador.
Geroncio había fijado su residencia en Caesaraugusta para poder enfrentarse a Constante, hijo de Constantino III, a quien su padre había nombrado Augusto, que le amenazaba desde Tarraco.
La Tarraconense fue la única provincia que no fue directamente afectada por suevos, vándalos y alanos, pero, poco después, los visigodos, convertidos en federados del Imperio e instalados en el sur de la Galia, con Tolosa como capital, dirigidos por su rey Ataúlfo, entraron en Hispania para someter a la autoridad imperial las zonas ocupadas por los pueblos anteriores, y también para reprimir el bandidaje local de los bagaudas en la zona del valle del Ebro, en torno a Caesaraugusta.
Aunque los visigodos actuaban en nombre de la corte imperial de Ravenna, consiguieron asentar bases sólidas en la península, actuando en nombre propio y ya no abandonarían jamás el suelo hispano.