En ese tiempo, y también durante el resto de su reinado, su madre procuró aplacar a la nobleza, se enfrentó a los enemigos de su hijo e impidió en varias ocasiones que Fernando IV fuese destronado.
Fernán Pérez Ponce de León y su esposa, Urraca Gutiérrez de Meneses, influyeron notablemente en la formación del carácter del infante, y este último les demostraría, siendo ya rey, una profunda gratitud.
La muerte de Sancho IV un año después puso fin a las negociaciones emprendidas con la corte francesa.
Al mismo tiempo, a Diego López V de Haro se le confirmó la posesión del señorío de Vizcaya, y al infante Juan, que aceptó momentáneamente como soberano a Fernando IV en privado, se le restituyeron inmediatamente sus propiedades.
No obstante, la reina María de Molina, que se oponía al proyecto de entregar dichos territorios al infante Juan, sobornó al infante Enrique, a quien entregó Écija, Roa y Medellín para que el proyecto no siguiera adelante, logrando al mismo tiempo que los representantes de los concejos rechazasen públicamente el proyecto del soberano portugués.
Mientras tanto, la reina dispuso el envío de tropas para socorrer Lorca, sitiada por el rey de Aragón, al tiempo que, en agosto del mismo año, las tropas del rey castellano cercaban Palenzuela.
Después, el infante Enrique comunicó sus planes a María de Molina, que se encontraba en Valladolid, con el propósito de que ella se uniera a ellos.
Mientras se celebraban las Vistas de Ariza, la reina recordó al infante Enrique y a sus acompañantes la lealtad que debían a su hijo, así como los grandes heredamientos con que les había dotado, consiguiendo con ello que algunos caballeros abandonasen Ariza, sin secundar el plan del infante Enrique.
Cuando don Juan Manuel, sobrino carnal del infante Enrique, llegó a Roa, le encontró sin habla y, tomándole por muerto, se apropió de todos los objetos valiosos que allí había, como refiere la Crónica de Fernando IV:[12] La reina envió entonces órdenes a todas las fortalezas del infante moribundo, en las que se disponía que si el infante Enrique falleciese, no entregasen los castillos sino a las tropas del rey, a quien pertenecían.
A pesar de ello, ambos magnates no se sublevaron contra el rey.
No obstante, al poco tiempo volvió a usar los símbolos de la realeza, contraviniendo lo acordado en Torrellas.
Este último manifestó por medio de su hermano que había recibido los castillos y señoríos que le fueron adjudicados en la Sentencia Arbitral de Torrellas, y rindió por primera vez homenaje a Fernando IV.
Sin embargo, mientras el infante Juan presentaba las pruebas a los representantes del rey, compareció Diego López V de Haro, acompañado por trescientos caballeros.
Durante la entrevista, Diego López V de Haro intentó reconciliar a Juan Núñez de Lara con el soberano, al tiempo que este último intentaba que su interlocutor rompiese sus relaciones con quien él defendía.
Las huestes del rey exigieron concesiones al monarca, quien hubo de concedérselas a pesar de que no se mostraban diligentes en hacer la guerra, por lo que el soberano ordenó al infante Juan que entablase negociaciones con Diego López V de Haro y sus partidarios, a lo que el infante Juan accedió, pues sus vasallos tampoco se mostraban partidarios de la guerra.
Poco después, el señor de Vizcaya volvió a apelar al Papa.
El rey fue a Palencia, donde se hallaba su madre, quien le aconsejó que, puesto que había expulsado a Juan Núñez de Lara del reino, si deseaba conservar el respeto de los ricoshombres y la nobleza, debería mostrarse inflexible.
Sin embargo, fueron persuadidos por María de Molina de que el rey no les deseaba ningún mal, algo que después les fue confirmado por el propio rey.
Fernando IV intentó poner orden en los asuntos de sus reinos, así como alcanzar un equilibrio presupuestario y reorganizar la administración de la Corte, al tiempo que intentaba recortar las atribuciones del infante Juan, aspecto este último no conseguido por el monarca.
No obstante, la voluntad de Fernando IV prevaleció y las tropas castellano-leonesas se prepararon para sitiar Algeciras.
De camino a Burgos, Fernando IV se detuvo en la ciudad de Toledo y confesó a Juan Núñez de Lara el Menor que planeaba prender o asesinar al infante Juan, pues pensaba el rey que mientras el infante viviese, le perjudicaría y estorbaría en todos sus propósitos.
Al mismo tiempo, don Juan Manuel se reconcilió con el rey y le solicitó que le concediese el cargo de Mayordomo mayor del rey, por lo que el monarca, que deseaba atraerse a Don Juan Manuel, creyendo que este último rompería su amistad con el infante Juan, despojó al infante Pedro del cargo de Mayordomo mayor y se lo concedió, dando a cambio a su hermano las villas de Almazán y Berlanga de Duero, que le había prometido anteriormente.
El infante Juan y los principales magnates del reino amenazaron a Fernando IV con dejar de servirle, a mediados de 1311, si el monarca no satisfacía sus peticiones.
El infante Juan y sus seguidores exigieron que reemplazase a sus consejeros y privados por el propio infante Juan, la reina María de Molina, el infante Pedro, don Juan Manuel, Juan Núñez de Lara el Menor, y por los obispos de Astorga, Zamora, Orense y Palencia, quienes deberían ser los nuevos consejeros del rey.
Fernando IV ratificó que la crianza de su hijo, el infante Alfonso, sería encomendada a su hermano, el infante Pedro, a quien cedió además la villa de Santander.
[20] Al mismo tiempo, Fernando IV le entregó al soberano aragonés su hija primogénita, la infanta Leonor de Castilla para que fuese criada en la corte aragonesa hasta que tuviera la edad adecuada para contraer matrimonio con el infante Jaime de Aragón, hijo primogénito y heredero del rey aragonés.
Sin embargo, el infante Juan no acudió por temor de que Fernando IV ordenase su muerte.
Al tiempo que describió la tumba de los dos hermanos, aportó algunos datos sobre la defunción del monarca.
La reina Constanza de Portugal fundó además seis capellanías y dispuso que en el mes de septiembre se celebrase el aniversario perpetuo en memoria del difunto rey.
Hasta que transcurrió un año desde la defunción del monarca, cuatro cirios ardieron permanentemente junto a su sepultura y, diariamente, durante ese año, el obispo de la ciudad y el cabildo catedralicio entonaron responsos una vez al día por el alma del difunto rey junto a su sepultura.