La población se redujo a la mitad, contabilizándose unos 60 000 muertos, y ya no se recuperó: amplias zonas urbanas, sobre todo en las parroquias populares de la zona norte, quedaron semidesiertas y con sus casas convertidas en solares.
Las clases populares, las más afectadas por ella, protagonizaron en 1652 un motín de corto alcance causado por el hambre, pero en líneas generales la caridad funcionó como paliativo de la injusticia y la miseria que afectaba por igual a los pordioseros que se agolpaban a las puertas del palacio episcopal, para recibir la hogaza de pan que repartía diariamente el arzobispo, como a los cientos de pobres «vergonzantes» contabilizados en cada parroquia o en instituciones específicamente dedicadas a su atención.
El comercio con Indias, aunque no generase un tejido industrial, siguió aportando trabajo a tejedores, libreros y artistas.
[20] Y nunca faltaron los comerciantes llegados del extranjero, que hacían de Sevilla una ciudad cosmopolita.
Con un fuerte acento naturalista, en la tradición del tenebrismo zurbaranesco, recogió en este último lienzo un completo repertorio de tipos populares retratados con apacible dignidad, cuidadosamente ordenados en una sencilla composición de planos paralelos recortados sobre un fondo negro.
Numerosos particulares tomaron a su cargo la fundación o dotación de iglesias, conventos y capillas, pero además pinturas o sencillas láminas de asunto religioso no podían faltar en ningún hogar, por modesto que fuera.
La neta separación de los espacios celeste y terreno, tradicional en la pintura sevillana, con su equilibrada composición y figuras monumentales, se rompe decididamente aquí, potenciando la diagonal, al situar el rompimiento de gloria desplazado a la izquierda.
El santo, a la derecha, extiende los brazos hacia la figura del Niño Jesús, que aparece aislado sobre un fondo vivamente iluminado.
La distancia que los separa subraya la intensidad de los sentimientos del santo y su anhelo expectante.
El santo se sitúa en un espacio interior en penumbra, pero abierto a una galería con la que se crea un segundo foco de fuerte iluminación con la que consigue una admirable profundidad espacial y evita el violento contraste entre un cielo iluminado y una tierra en sombras, unificando los espacios mediante una luz difusa y vibrante en la que algunos ángeles del primer plano quedan también a contraluz.
Su objetivo era permitir tanto a los maestros de pintura y escultura como a los jóvenes aprendices perfeccionarse en el dibujo anatómico del desnudo, para lo que la academia facilitaría su práctica con modelo vivo, sufragado por los maestros, que aportaban también el gasto en leña y velas, pues las sesiones tenían lugar por la noche.
Murillo fue su primer copresidente, junto con Herrera el Mozo, que marchó ese mismo año a Madrid para asentarse definitivamente en la corte.
La decretal no se hizo pública y solo comenzó a ser conocida cuando el Santo Oficio censuró algunos libros por aquel motivo.
La constitución fue acogida en España con entusiasmo y por todas partes se celebraron grandes fiestas, de las que han quedado numerosos testimonios artísticos.
Nuestra Senóra, en el Primero Instante physico de su ser, editada al año siguiente en Sevilla.
Los cuatro salieron de España durante la Guerra de la Independencia y solo los dos primeros, destinados al Museo Napoleón, fueron devueltos en 1816, incorporándose más tarde al Museo del Prado, en tanto los dos restantes, tras sucesivas ventas, pertenecen al Museo del Louvre, el que representa a la Inmaculada, y a una colección particular inglesa el Triunfo de la Eucaristía.
Durante años llevó una vida lánguida, al punto que en 1640 la capilla se encontraba en ruinas y los hermanos decidieron su demolición, iniciando la construcción de una nueva, cuya conclusión se iba a demorar más de 25 años.
Tantas críticas como elogios iba a recibir poco después en la misma Francia por la capacidad de los españoles para conjugar lo sublime y lo vulgar.
Ambos aparecen enlazados y se explican por los textos inscritos en las filacterias dibujadas en ellos: «in principio dilexit eam» (En el principio [Dios] la amó), texto formado con las primeras palabras del Génesis y un versículo del Libro de la Sabiduría (VIII, 3), texto que acompaña a la imagen de la Inmaculada, e «in finem dilexit eos, Joan Cap.
Una versión posterior, en Londres, Colección Lane, con Jesús en pie conduciendo el rebaño, deja más espacio al paisaje pastoril y el rostro del Niño, dirigido ahora al cielo, gana en expresividad.
Los niños de la concha del Museo del Prado, donde el Niño Jesús y san Juanito aparecen juntos en actitud de jugar es, como las anteriores, una imagen devocional dirigida a una piedad sencilla, pero servida con una depurada técnica pictórica, enormemente popular.
Cristo se representa generalmente ya muerto, con la señal de la lanzada en el costado y sujeto al madero por tres clavos.
[75][76] Aunque sus protagonistas son habitualmente niños mendigos o de familias humildes, pobremente vestidos e incluso harapientos, sus figuras transmiten siempre optimismo, pues el pintor busca el momento feliz del juego o de la merienda a la que se entregan divertidos.
[78] Con el mismo tono amable y anecdótico, atraído por los desheredados y la gente sencilla, con sus reacciones espontáneas, en Dos mujeres en la ventana (Washington, National Gallery of Art) retrató probablemente una escena de burdel, como se viene señalando desde el siglo XIX.
[81] Aunque su número es relativamente reducido, los retratos pintados por Murillo se encuentran repartidos a lo largo de toda su carrera y presentan una notable variedad formal, a lo que no sería ajeno el gusto de los clientes.
Otro de esos comerciantes aficionado al pintor fue el genovés Giovanni Bielato, establecido en Cádiz hacia 1662.
La caída, sostenía Palomino, le produjo una hernia que «por su mucha honestidad» no se dejó reconocer, muriendo a causa de ella poco tiempo después.
Entre quienes en Francia apreciaron y elogiaron la obra de Murillo se cuenta el pintor romántico Eugène Delacroix, que copió su Santa Catalina, modelo de belleza femenina, del mismo modo que el realista Henri Fantin Latour iba a dejar su personal versión del Niño mendigo (Castres, Museo Goya).
Con Théophile Gautier Murillo iba a consagrarse como el «pintor del cielo», en tanto Velázquez lo era de la tierra, aunque no faltasen tampoco los críticos que, como Louis Viardot, acusaron al pintor de caer en exceso en la vulgaridad con sus nada idealizados tipos populares.
«En Murillo, la belleza es aún un fragmento de naturaleza, y no una meditación que ha atravesado numerosos reflejos», escribe.