Es verdad que la pintura le deleita extremadamente, y en mi opinión este príncipe está dotado de excelentes cualidades.
Tengo trato personal con él, pues, como me alojo en palacio, viene a verme casi todos los días».
[11] Para completar esta serie de remodelaciones partió Velázquez a Italia en 1648, con el encargo de comprar estatuas y contratar a un especialista en pintura al fresco, encargo que finalmente recayó en Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli.
Podría decirse que la nobleza, en términos generales, se mostró poco sensible al arte, concentrando sus esfuerzos en la dotación de capillas privadas.
Sus cuadros se distribuían en salas temáticas dedicadas a los países, los bodegones y las marinas, al lado de otras consagradas a los grandes maestros: Rubens, Rafael, Bassano, Ribera y Pedro de Orrente, cada uno con su propia pieza separada.
[21] Tampoco pueden extraerse conclusiones generales en lo que se refiere a otras clases sociales, ante la ausencia de estudios globales.
A lo largo de todo el XVII los pintores lucharon por ver reconocido su oficio como arte liberal.
Los gremios, en ocasiones dominados por los doradores, y los talleres donde se formaban los artistas, sin embargo, actuaron muchas veces en sentido contrario.
La iniciación profesional, muy temprana, no favorecía la formación intelectual, siendo pocos los artistas que mostraron una genuina preocupación cultural.
Este bodegón característico español, no exento de influencias italianas y flamencas, vio transformado su carácter a partir de la mitad del siglo, cuando la influencia flamenca hizo que las representaciones fueran más suntuosas y complejas, hasta teatrales, con contenidos alegóricos.
En menor medida, pueden encontrarse temas históricos y mitológicos, de los que algunos ejemplos han sido señalados ya a propósito del coleccionismo.
[36] A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la pintura holandesa, en España no hubo auténticos especialistas en el género, a excepción, quizá, del guipuzcoano activo en Sevilla y colaborador de Murillo Ignacio de Iriarte, aunque algunos pintores como Francisco Collantes y Benito Manuel Agüero en Madrid son conocidos por sus paisajes con o sin figuras, género en el que también las fuentes mencionan con elogio al cordobés Antonio del Castillo.
[37] Durante la primera mitad del siglo los más importantes centros de producción se localizaron en Madrid, Toledo, Sevilla y Valencia.
Sánchez Cotán, que no pudo conocer la obra de Caravaggio, lo mismo que Juan van der Hamen, desarrolla un estilo cercano a lo que hacían pintores –y pintoras- holandeses o flamencos como Osias Beert y Clara Peeters, e italianos como Fede Galizia, estrictamente contemporáneos e igualmente interesados en la iluminación tenebrista, lejos de las más complicadas naturalezas muertas de otros maestros flamencos.
[39] Debe advertirse, con todo, que los escritores contemporáneos nunca encontraron explicaciones de esas características, limitándose a ponderar la exactitud en la imitación del natural.
[43] A los tenebristas Francisco Ribalta (1565-1628) y José de Ribera (1591-1652) se los enmarca en la llamada escuela valenciana.
Sus modelos eran gentes sencillas, a quienes representaba caracterizados como apóstoles o filósofos con toda naturalidad, reproduciendo gestos, expresiones y arrugas.
Establecido en Nápoles, y tras un encuentro con Velázquez, sus claroscuros se fueron suavizando influido por el clasicismo veneciano.
En este rico ambiente de Sevilla, ciudad entonces en pleno auge económico derivado del comercio con América, se formaron Zurbarán, Alonso Cano y Velázquez.
Estas escenas se representan con gran realismo, en un ambiente marcadamente tenebrista y con una paleta de colores muy reducida.
Se produce una teatralidad propia del barroco pleno, lo cual tiene cierta lógica dado que se emplea para expresar, por un lado, el triunfo de la Iglesia contrarreformista pero, también, a un tiempo, es una especie de telón o aparato teatral que pretende ocultar la inexorable decadencia del imperio español.
Por si hubiera alguna duda sobre el sentido del cuadro, un ángel corre junto al caballero con una cinta en la que, a modo de charada, se dibujan un sol atravesado por un arco y flecha con la inscripción: AETERNE PUNGIT, CITO VOLAT ET OCCIDIT, esto es, «[El tiempo] hiere siempre, vuela rápido y mata», lo que en su conjunto se podría interpretar como una advertencia: «La fama de las grandes hazañas se desvanecerá como un sueño».
Otro artista destacado fue José Antolínez, discípulo de Francisco Rizi, aunque con fuerte influencia veneciana y flamenca.
Sus mejores obras, sin embargo, no son los retratos sino las pinturas religiosas, en las que aúna un dibujo y perspectiva velazqueños con una aparatosidad teatral que recuerda a Rubens: La adoración de la Sagrada Forma y El Triunfo de San Agustín.
Posteriormente su técnica se fue aligerando, enriqueciendo el colorido y adoptando una pincelada más suelta.
Iniciado en la carrera eclesiástica, la abandonó por la pintura, trasladándose de su Córdoba natal a Madrid en 1678, donde estudió con Carreño y Claudio Coello.
Colaboró estrechamente con Luca Giordano, del que aprendió el estilo barroco pleno italiano.
Otra figura de relevancia fue Miguel Jacinto Meléndez, ovetense instalado en Madrid, donde conoció a Palomino, como él nombrado pintor del rey en 1712.
Por último, cabría mencionar al catalán Antonio Viladomat, que acusó su colaboración con el pintor italiano Ferdinando Galli Bibbiena en la época en que Barcelona fue sede de la corte del archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la corona española.
En el siglo XVIII los retablos escultóricos empezaron a ser sustituidos por cuadros, desarrollándose notablemente la pintura barroca en América.