La movilización popular fue masiva (un documento coetáneo cita la cifra de treinta mil participantes, posiblemente una exageración para una población de cincuenta mil habitantes[5]), y llegó a considerarse amenazada la seguridad del propio rey.
El pan, elemento fundamental en la dieta, había duplicado su precio en cinco años, pasando de siete cuartos la libra -460 gramos- en 1761 a doce cuartos en 1766 y a un máximo de catorce en los días previos al motín.
[13] Un ingreso medio de cuatro o cinco reales diarios (34 o 42,5 cuartos a 8,5 cuartos por real) llegaba apenas para comprar entre dos y tres libras de pan a ese precio máximo.
Los acaparadores de trigo (empezando por nobleza y clero, que perciben la mayoría de sus rentas en especie) no tenían ningún incentivo para vender barato, esperando a que el precio subiera al máximo.
[16] El problema de la causa en las revueltas populares está extensamente tratado en la historiografía.
[22] Buena muestra del concepto paternalista que el despotismo ilustrado tenía de su relación con el pueblo es la frase, atribuida al propio rey, y que glosa aquí José María Pemán:
Algunos enigmáticos personajes estimulaban el descontento en ambientes marginales (uno era conocido con el nombre de "tío Paco", que en Lavapiés —un barrio popular, del que salió la figura del manolo— pagaba a los chicos por gritar).
Un sorprendido oficial le dio el alto; tras un breve intercambio de recriminaciones, el embozado sacó de entre sus ropas una espada y avisó, silbando, a un grupo más numeroso que estaba prevenido, y al que se juntaron espontáneamente muchos transeúntes.
Comenzaron a marchar por la calle de Atocha, donde se les fueron sumando cada vez más personas, quizá unas dos mil.
Los amotinados, aún más enardecidos, coreaban consignas contra Esquilache y contra los valones; en el forcejeo cuerpo a cuerpo con los guardias valones aumentaron las bajas entre los amotinados, pero éstos consiguieron atrapar y matar a diez de los guardias, uno en ese mismo lugar y otros que fueron sorprendidos en otros puntos de la ciudad; cuyos cadáveres mutilados fueron arrastrados por las calles, quemando dos de ellos.
También parecían estar convencidos de que los heridos o presos y sus familias serían apoyados económicamente.
[38] En ese momento, un fraile franciscano (el padre Yecla o padre Cuenca) llegó a la zona pretendiendo calmar los ánimos; aunque lo que consiguió fue actuar como mediador y recibir una lista de exigencias redactada allí mismo «por uno en traje de clérigo».
La lista incluía amenazas gravísimas («si no se accede, treinta mil hombres harán astillas en dos horas el nuevo Palacio») y acababa con una advertencia: «de no hacerlo así arderá Madrid entero».
El rey, animado por el fraile (que le ofreció su propia vida en garantía si hay el menor desorden), parecía dispuesto a presentarse físicamente ante los amotinados, creyendo que con su mera presencia les calmaría; pero antes de tomar personalmente ningún tipo de decisión, convocó con urgencia una reunión de consejeros en su misma antecámara.
Enseguida se divulga la noticia de que Carlos III, que se había sentido muy afectado en su dignidad y estaba fuertemente asustado, había partido hacia el palacio de Aranjuez llevando consigo a toda su familia.
El miedo de las élites al pueblo era una constante del Antiguo Régimen.
La población se inquietó ante los rumores y el miedo de que esa marcha pudiera significar que el monarca tuviera la intención de doblegar a la ciudad utilizando al ejército.
La reacción generalizada entre la multitud que escuchaba el pregón fue volver a sus casas lanzando vivas al rey.
Se obtuvieron explicaciones y disculpas sumisas del propio Torres, que incluyó en su siguiente publicación una advertencia contra la manipulación de sus predicciones.
[53] La guardia valona fue retirada discretamente, y no volvió a desplegarse en Madrid.
[58] Suavemente, y con el consenso de la atemorizada sociedad madrileña, las capas y chambergos desaparecieron, curiosamente, para pasar a identificarse con la vestimenta del verdugo, a quien nadie quería recordar.