[3] Sin embargo, el hispanista holandés Govert Westerveld afirma haber demostrado mediante árboles genealógicos que el crecimiento de la población morisca no era bastante superior al de la cristiana vieja, como se creía.
El campesinado, sin embargo, los veía con resentimiento y los consideraba rivales.
Como han destacado Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, la expulsión de los moriscos es un problema histórico «intrincado por la multiplicidad de factores y porque, a pesar de que poseemos abundante documentación de primera mano, las razones que inclinaron finalmente a la Corona hacia la solución más drástica no están bien aclaradas, ni acaso lo estén nunca».
[9] Por otro lado, en la corte había un sector partidario de las medidas extremas debido a las relaciones que mantenían los moriscos con el rey de Francia, por lo que enfocaban el «problema morisco» desde una perspectiva exclusivamente político-militar —en una reunión del Consejo de Estado de 1599 se llegó a proponer que los varones moriscos fueran enviados a servir como galeotes en la Armada Real y sus haciendas confiscadas, y que las mujeres y los ancianos fuesen remitidos al norte de África, mientras que los niños quedarían en seminarios para ser educados en la fe católica—.
[11][12] Otros clérigos fueron mucho más lejos, como el obispo de Segorbe Martín de Salvatierra, que proponía deportar a los moriscos a Terranova y castrarlos, o el prior de Calatrava que abogaba por embarcarlos en navíos barrenados y sin aparejos.
[12] Por su parte el arzobispo Ribera envió dos memoriales al rey en los que insistía también en la expulsión.
«Parecía que la población morisca estaba creciendo de una manera incontrolable: entre Alicante y Valencia, por un lado, y Zaragoza, por otro, una vasta masa de 200 000 almas moriscas parecían amenazar la España cristiana».
Los motivos últimos y recónditos son de los que no dejan huella en la documentación.
En todo caso se trató de una decisión personal no exigida por ninguna fatalidad histórica».
[19] La expulsión tardó en ponerse en práctica más de un año porque una decisión tan grave había que justificarla.
Sin embargo, el rey decidió proseguir con los preparativos de la expulsión para evitar que siguieran con «sus traiciones».
Se ordenó concentrar las cincuenta galeras de Italia en Mallorca con unos cuatro mil soldados a bordo y se movilizó la caballería de Castilla para que vigilara la frontera con el reino.
Este despliegue no pasó desapercibido y alertó a los señores de moriscos valencianos que, inmediatamente, se reunieron con el virrey, quien les dijo que nada podía hacer.
ha tenido por bien hacer merced de estas haciendas, raíces y muebles que no puedan llevar consigo, a los señores cuyos vasallos fueren».
Asimismo, se permitía quedarse a los moriscas casadas con cristianos viejos y que tuvieran hijos menores de seis años, «pero si el padre fuere morisco y ella cristiana vieja, él será expelido, y los hijos menores de seis años quedarán con las madres».
[24] Hubo señores que se comportaron dignamente y llegaron incluso a acompañar a sus vasallos moriscos a los barcos, pero otros, como el conde de Cocentaina, se aprovecharon de la situación y les robaron todos sus bienes, incluso los de uso personal, ropas, joyas y vestidos.
[25] Así lo recogió el poeta Gaspar Aguilar, aunque exagera cuando menciona las «riquezas y tesoros», ya que la mayoría se vieron obligados a malvender los bienes que poseían y no se les permitió enajenar su ganado, su grano ni su aceite, que quedó en beneficio de los señores:[26]
Pero fueron fácilmente derrotados por los tercios que habían llegado de Italia para asegurar la operación, aunque ya estaban siendo diezmados por el hambre y la sed.
La primera era que los moriscos podían vender todos sus bienes muebles —sus bienes raíces pasaban a la Real Hacienda— aunque no podían sacar su valor en oro, plata, joyas o letras de cambio, sino en «mercadurías no prohibidas» que pagarían sus correspondientes derechos de aduana, lo que era presentado como una muestra de la benevolencia del rey, ya que, según el bando, «pudiera justamente mandar confiscar y aplicar a mi hacienda todos los bienes muebles y rayces de los dichos moriscos como bienes proditores de crimen laesa Majestad Divina y Humana».
En dicha guerra murieron, además, según el embajador veneciano Leonardo Donato, una tercera parte de los moriscos que habitaban la región.
Además se les señalaba, sin nombrarlo, que se dirigieran al Reino de Francia, pasando por Burgos, donde pagarían un derecho de salida, y cruzando la frontera por Irún.
Según los registros oficiales 22 532 salieron del reino por los pasos fronterizos pirenaicos y el resto, 38 286, embarcaron en Los Alfaques.
[44] Como han señalado Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, «tal rigor debió suscitar ya entonces reprobación de parte de muchas personas que se preguntarían cómo podían significar un peligro para el Estado aquellos pobres restos de la minoría morisca, y con qué fundamentos teológicos se podía expulsar a vasallos bautizados que querían vivir como cristianos.
[...] Que Cervantes diera el nombre de Ricote al protagonista de un célebre episodio del Quijote no puede ser una casualidad; refleja el efecto que produjo la fase final de un hecho que apasionó a la opinión.»[45] Según Márquez Villanueva,[¿dónde?]
«el topónimo Ricote quedó desde entonces revestido de un aura de fatalidad y punto final [...] Cervantes quiso que su noble personaje fuera un recuerdo vivo del último y tristísimo capítulo de aquella expulsión que veía ensalzar a su alrededor como una gloriosa hazaña».
Esto es cierto para el reino de Castilla, ya que algunos estudiosos del fenómeno no han encontrado consecuencias económicas en los sectores donde la población morisca era menos importante.
Sin embargo, en el Reino de Valencia supuso un abandono de los campos y un vacío en ciertos sectores al no poder la población cristiana ocupar el gran espacio dejado por la numerosa población morisca.
Muchos campesinos cristianos, además, veían cómo las tierras dejadas por la población morisca pasaban a manos de la nobleza, la cual pretendía que el campesinado las explotase a cambio de unos alquileres y condiciones abusivas para recuperar sus «pérdidas» a corto plazo.
Por otra parte, la expulsión volvió más inseguras las comunicaciones por tierra y mar: convirtió a algunos campesinos moriscos en bandoleros rebeldes refugiados en las montañas (los llamados monfíes), cuando no en aliados y espías de la piratería berberisca que ya en el siglo XVI habían encabezado Barbarroja y Dragut.