No se quiso admitir su idea de que, aceptando al nuevo rey, se evitaba tanto la anarquía como la guerra, a la vez que podía mejorarse el buen gobierno de la nación».
Antes de esa fecha se habían utilizado expresiones como «traidores», «infieles» o «juramentados» (este último término, una resonancia del francés assermenté, calificativo utilizado para designar a los sacerdotes que habían jurado la Constitución civil del clero).
Si los «colaboracionistas» son «las gentes que por diversos motivos consideran un deber unirse al invasor para ver salvar lo que se pueda de la nación, e incluso en algunos casos para medrar personalmente», «en España se llaman afrancesados a las gentes que, cuando la dominación francesa, ocuparon cargos, juraron fidelidad al intruso [José I Bonaparte] o colaboraron con los ocupantes con fines diversos».
[9] Juan López Tabar ha considerado acertada la distinción propuesta por Artola entre afrancesados y simples juramentados.
Estos últimos constituyeron, como también señaló Artola, la inmensa mayoría de los que «por pura necesidad optaron por prestar juramento al nuevo monarca como un mal menor, especialmente cuando su existencia económica dependía del Estado, caso del aparato burocrático, que mayoritariamente, optó por esta fórmula».
Después del juramento de José I, estos juraron a su vez fidelidad al nuevo monarca y algunos de ellos le aseguraron que «España entera acogería con entusiasmo al nuevo soberano»[12] Pero lo cierto era, como ha destacado Rafael Abella, que se abría un profundísimo «cisma en el cuerpo social hispano».
[15] Sin embargo, Moreno Alonso matiza que no todas las personas notables apoyaron a José Napoleón I.
Entre los motivos políticos Artola señala tres, que responden a los «principios doctrinales de los afrancesados»: el monarquismo, que se sitúa por encima de la fidelidad a una u otra dinastía («Nos unimos al soberano que se nos mandaba servir y le fuimos fieles hasta el último momento», afirmó el afrancesado Francisco Amorós); la oposición a la revolución, a la «hidra de la anarquía», «el mayor azote que Dios envía a los pueblos», según Miguel José de Azanza, y que sólo el gobierno de José I podía detener; y la «necesidad de reformas políticas y sociales», «que reclaman las luchas del siglo, que arreglan la administración pública a los sistemas conocidos por mejores, consolidan el poder de un Estado y aseguran su libertad positiva y su gloria verdadera», como dirá Amorós.
Para este grupo era inútil una oposición frontal, es decir, la guerra, ante unas tropas imperiales incontestadas hasta entonces».
[23] Según Rafael Abella los que colaboraron con el rey José I lo hicieron «movidos por dos razones primordiales: primero por evitar una guerra que juzgaban estéril contra Napoleón I, y segundo por poder llevar a cabo un programa de reformas políticas y sociales de signo liberal.
[31] Artola los consideró «gentes alucinadas que en ningún momento poseyeron claro sentido de la realidad política, europea y española en 1808.
[32] «Aceptan una nueva dinastía, pero jamás reconocerán la desmembración del país ni la injerencia extranjera», añadió Artola.
[36] Las primeras medidas contra los afrancesados se tomaron nada más iniciado el reinado de José I Bonaparte.
Pero la intervención de Napoleón para reponer en el trono a su hermano José —el 4 de diciembre capitulaba Madrid— paralizó momentáneamente el proceso represivo —José I ordenó levantar todos los embargos existentes—, pero la Junta Suprema los reanudó tras instalarse en Sevilla.
[39] Como ha señalado Miguel Artola, «el posterior desarrollo de la guerra, con la casi total ocupación del país por las tropas francesas, limitó estas actividades, aplazando forzosamente su reanudación hasta la total liberación del territorio español».
Napoleón ordenó que se proveyeran los medios para su subsistencia, destinando para ello un millón de francos, pero tras su abdicación en abril de 1814 y la Restauración borbónica en Francia en la persona del rey Luis XVIII los subsidios entregados por los prefectos a los refugiados disminuyeron notablemente.
El 17 de abril, cuando Fernando VII acababa de llegar a Valencia sin haber jurado la Constitución, las Cortes en Madrid aprobaron un decreto en el que además de confirmar las medidas adoptadas en agosto y septiembre de 1810, se animaba a la población a la delación para que «si existiese algún empleado público que haya servido al gobierno intruso... queda con derecho todo español para presentar al Gobierno los que considere comprendidos en aquel caso y acusarle ante el juez competente».
[60] Una de las «Reflexiones» —de autor anónimo, pero que Miguel Artola atribuye a Antonio Godínez y Juan López Tabar a Francisco Amorós—[60][63] fue mucho más lejos, causando un grave conflicto diplomático con Francia, que fue donde se publicó, ya que en ellas se acusaba de traición al rey Fernando VII y a su hermano don Carlos.
Algunos afrancesados se desvincularon de estas Reflexiones por las consecuencias negativas que pudiera tener para todos ellos —uno las calificó de «miserable escrito»; otro le reprochó a su autor que se escondiera tras el anonimato— y el gobierno francés, ante las protestas del embajador español en París, ordenó que fueran requisadas todas las copias del mismo, aunque no logró impedir su difusión.
[67] Le contestaron varios afrancesados, entre ellos el propio Francisco Amorós —autor, según López Tabar, de las «Reflexiones»—, a los que Martínez replicó en un tono en ocasiones burlón y repitiendo los insultos —añadiendo alguno nuevo como «miserables proscritos»—.
El gobierno francés pidió expresamente a Fernando VII que fuesen perdonados «todos los españoles que han seguido el partido del intruso José Napoleón, y se hallan en Francia actualmente, permitiéndoseles volver a su patria».
Pero Fernando VII se mostró inflexible y ninguna de esas personas pudo regresar a España.
El Rey, «condolido del triste estado a que se ven reducidos los españoles refugiados actualmente en Francia por haber seguido al gobierno intruso», levantaba el destierro y ordenaba la devolución de sus bienes secuestrados.
Las Cortes debatieron el dictamen entre los días 19 al 21 de septiembre, resultando finalmente aprobado por 112 votos a favor y 36 en contra.
[85] La otra sería ideológica, ya que durante el exilio habían asumido los postulados del liberalismo doctrinario de los que serían uno de sus difusores en España por medio del diario El Imparcial, dirigido por Javier de Burgos, y sobre todo a través del prestigioso semanario El Censor, cuya redacción estuvo encabezada por Alberto Lista, Sebastián Miñano y José Mamerto Gómez Hermosilla.
[89] Aunque «en realidad nunca fue un grupo organizado», han puntualizado Pedro Rújula y Manuel Chust.
a tomar medidas contra varios realistas para disminuir así los defensores del Trono Absoluto».
[104] Como ha señalado Juan López Tabar, empujados al exilio «llegaba el momento apropiado para la reflexión sobre lo acontecido, reflexión que dio lugar a una amplia literatura justificativa mediante la cual los refugiados quisieron presentar ante la opinión pública las razones de su actuación, ya fuera a título individual o colectivo».
Se han conservado alrededor de doscientos en el Archivo Histórico Nacional y en casi todos aparece al margen la palabra «negado» porque ninguno fue atendido.
El liberal anticlerical Bartolomé José Gallardo, acérrimo enemigo de los afrancesados, ya lo había calificado en 1835 como un «libro altamente ofensivo a la moral pública... quinta esencia del refinado mal saber de la pepinesca» (término con el que se refería a los que apoyaron al rey José I Bonaparte), «en un estilo fofo, relamido, simétrico, amanerado y fríamente declamador y cansino».