De todos los pintores del siglo XIX fue el que mejor supo interpretar románticamente la tradición de Murillo, hasta trasladar la sensibilidad amable y tierna de su mundo celestial e inmutable a otro contingente, aunque igualmente delicado, pero por humano mucho más inmediato y sensual, donde incluso santas y vírgenes se revelan próximas.
Desarrolló en Sevilla, su ciudad natal, una etapa importante de su vida como pintor, marcada por dos influencias de las que no se desprendería, la ya citada de Murillo, al que copió durante su formación, y la de su trabajo con su padre, grabador y tallista; además, en 1828 se trasladó a Cádiz y a través de su contacto con el hispanista Richard Ford y su amigo el cónsul inglés John MacPherson Brackenbury, a quien realizó un retrato con su familia en 1830, se familiarizó con la pintura inglesa.
En esta segunda fecunda etapa se mantuvo en una línea continuista y homogénea, de gran calidad general.
Fue miembro del Liceo Artístico y Literario de Madrid en el año 1838, ocupando la cátedra de arquitectura antigua junto a Jenaro Pérez Villaamil.
En su producción artística hay también ejemplos de temática religiosa como Las Santas Justa y Rufina, La Virgen con el Niño y la Alegoría del Nuevo Testamento, en las que se refleja la fuerte influencia de la obra de Murillo en su arte.