Los agraviados se alzaron en contra del gobierno absolutista «reformista» que supuestamente tenía «secuestrado» al rey Fernando VII.
Así como en el Trienio Liberal (1820-1823) se produjo la escisión de los liberales entre «moderados» y «exaltados», durante la Década Ominosa (1823-1833) fueron los absolutistas los que se dividieron entre absolutistas «reformistas» —partidarios de «suavizar» el absolutismo siguiendo las advertencias de la Cuádruple Alianza y de la Francia borbónica restaurada— y los absolutistas «ultras» o «apostólicos» que defendían la restauración completa del absolutismo, incluyendo el restablecimiento de la Inquisición que el rey Fernando VII, presionado por las potencias europeas, no había repuesto tras su abolición por los liberales durante el Trienio.
Los «ultras» o «apostólicos», también llamados «ultrarrealistas» o «ultraabsolutistas», tenían en el hermano del rey, Carlos María Isidro de Borbón —heredero al trono porque Fernando VII después de tres matrimonios no había conseguido tener descendencia— a su principal valedor, por eso también se les llamó en ocasiones «carlistas».
[8] Según informó el cónsul francés en Barcelona estas partidas llevaban «una bandera en que se ve al rey Fernando cabeza abajo y un ángel exterminador que pisa a un negro [a un liberal] y lo atraviesa con su espada.
Su grito de guerra es “¡Viva el rey Carlos V, viva la santa Inquisición, fuera los franceses”».
[16] La proclama, dirigida a los «españoles buenos», comenzaba diciendo: «Ha llegado ya el momento en que los beneméritos realistas vuelvan a entrar en una lucha más sangrienta quizás que la del año veinte».
[19][16] Un informe francés relataba el impacto que estaba teniendo la rebelión en Cataluña:[20]
A los pocos días Manresa, Vic, Olot y Cervera se entregaron sin resistencia.
Aunque la rebelión aún continuaría durante algunos meses, a mediados de octubre se podía dar por acabada.
Este malestar fue aprovechado por los elementos más exaltados del realismo para intentar la rebelión».
La rebelión había contado con el apoyo del clero catalán, que la había alentado, legitimado y financiado,[5] pero en cuanto llegó el rey a Tarragona se pasó al bando contrario y casi todos los obispos condenaron a los «agraviados» e hicieron llamamientos para que depusieran las armas.
Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez han subrayado que el fracaso de los «agraviados» marcó «un nuevo rumbo en los realistas».
«Sintiéndose defraudados por un Rey legítimo que representaba sus principios y querían defender, la proclividad hacia la alternativa del Infante [don Carlos] empezó a tomar cuerpo».
El historiador Julio Aróstegui ha puesto en duda la autoría del Manifiesto, firmado en Madrid el 1 de noviembre de 1826 y en el que se pedía el derrocamiento «del estúpido y criminal Fernando de Borbón» en favor de su hermano,[48] afirmando que en la literatura realista siempre se había salvado la figura del Rey y que estas descalificaciones no eran propias de ellos, y cree que este documento pudo haber sido elaborado por los liberales exiliados para provocar trastornos en el seno de la familia real; sin embargo, aunque la autoría no fuera realista, el hecho es que este documento se utilizó por ellos.
«Su terminología y connotaciones se distancian de los escritos realistas: se justifica la sublevación de 1820, no invoca a los realistas ni al voluntariado sino a la "honrada masa del pueblo español", y lo verdaderamente inédito es el ataque, con tono despreciativo y ofensivo, al Rey, cuando la publicística realista atacaba a los servidores del Rey y no a su persona, siempre legítima en sus actos.