La Iglesia católica y la guerra civil española es el relato de la cuestión religiosa en la guerra civil española y del diferente papel que desempeñó la Iglesia católica en los dos bandos en conflicto, pues mientras en la zona republicana más de 6000 miembros del clero católico fueron asesinados, los templos cerrados y el culto católico perseguido, en la zona sublevada la Iglesia católica española apoyó con entusiasmo la «causa nacional», calificando la guerra como una «cruzada» o «guerra santa» en defensa de la religión y otorgando así al bando sublevado y a su jefe supremo el general Franco la legitimidad religiosa.
La "cuestión religiosa" fue un tema, entre otros, que contribuyó a polarizar la vida política durante la Segunda República Española.
[7] La “sacralización” del pronunciamiento, la conversión del golpe de Estado en una “cruzada” o “guerra santa” en defensa de la religión, se produjo rápidamente, lo que resultó muy oportuno para legitimar y maquillar el golpe militar, aunque “no fueron los sublevados quienes solicitaron la adhesión de la Iglesia, sino que fue ésta la que muy pronto se les entregó en cuerpo y alma”.
[9] Y la "sacralización" se acentuó sobre todo cuando comenzaron a llegar a la zona sublevada las primeras noticias de la "salvaje persecución religiosa" que se había desencadenado en la zona republicana, donde el alzamiento militar había fracasado.
Pero lo más duro para los partidarios de la “guerra santa” fue la exhortación final que hizo Pío XI a amar a los enemigos:[13] La parte final del discurso del papa provocó murmullos de desaprobación entre algunos de los sacerdotes y religiosos españoles presentes porque según ellos equiparaba a los dos bandos contendientes en la guerra civil española.
Obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner orden en la ciudad terrenal y Franco acabó creyendo que, efectivamente, tenía una relación especial con la divina providencia".
[17] El obispo Pla y Deniel le cedió a Franco su palacio episcopal en Salamanca para que lo utilizara como su Cuartel General.
[19] La consecuencia de todo ello fue una íntima alianza entre la Iglesia católica y los sublevados que se reflejará en una colaboración recíproca para lograr sus respectivos intereses.
Esto dará lugar a una ideología particular del régimen, el nacionalcatolicismo, con los consiguientes cambios en la zona sublevada como la obligatoriedad de la religión en la enseñanza primaria y secundaria, o la imposición del crucifijo en institutos y universidades.
El Generalísimo utilizó, por su parte, la fe católica para legitimar su Cruzada, siendo desde finales de la guerra obligatorio en las escuelas el Catecismo Patriótico Español del obispo Menéndez-Reigada (sin imprimátur, y con sus conocidas proclamas antisemitas y antidemocráticas);[20] y según el socialista Juan Simeón Vidarte también se llegó a modificar el catecismo del padre Ripalda, agregando al quinto mandamiento (no matarás) las siguientes palabras: a no ser que sean rojos, o enemigos del glorioso movimiento.
[23] Los argumentos que aparecen en ella son similares a los que utilizó el cardenal Gomá en su subsiguiente polémica con los nacionalistas vascos, y particularmente con el lehendakari José Antonio Aguirre en su Respuesta obligada: Carta abierta al Sr. D. José Antonio Aguirre hecha pública en enero de 1937:[24]
Sin embargo la promesa del papa Pío XI a Múgica de defender sus derechos, dignidad y honor solo se cumplió hasta que el País Vasco no fue ocupado por las fuerzas sublevadas.
El delegado papal en la "España nacional" monseñor Ildebrando Antoniutti, aunque colaboró activamente con la propaganda franquista antivasca, intervino en favor de algunos de los miembros del clero presos, como unos religiosos pasionistas confinados en Vitoria y unos sesenta sacerdotes y religiosos encarcelados en Bilbao.
También hizo gestiones con obispos del sur de España para que recibieran en sus diócesis a sacerdotes vascos a quienes las autoridades franquistas no permitían que ejercieran su ministerio en el País Vasco.
Así pues "se produjo plenamente la manipulación propagandística que el cardenal Vidal y Barraquer había temido", y que le había llevado, entre otras razones, a no suscribir la carta colectiva.
En 1937 publicó el folleto La carta colectiva de los obispos facciosos: Réplica y cuando pasa a París, continua su apoyo a la República, tanto en sus obras, como con su colaboración en la revista Esprit, órgano de la izquierda católica intelectual, en la que sostuvo su tesis contra el concepto de “Cruzada Nacional” aplicada por el episcopado español a la Guerra Civil.
Entre sus amigos se encontraban Emmanuel Mounier, fundador de la antes dicha revista Esprit, o el filósofo Jacques Maritain, al que valora como pensador pero más como persona.
El papa presionó para que se callara y fue suspendido a divinis por su obispo.
[38] Tras depositar la espada ante los pies del Santo Cristo de Lepanto, traído expresamente desde Barcelona, Franco dijo:[39]
A continuación el cardenal Gomá, que presidía la ceremonia acompañado de diecinueve obispos (y en presencia del nuncio del Vaticano monseñor Cicognani), bendijo al "Caudillo" hincado de rodillas ante él:[40]
Sobre todo durante los primeros meses de la guerra en la zona republicana se desató una «salvaje persecución religiosa» con asesinatos, incendios y saqueos cuyos autores fueron «los extremistas, los incontrolados y los delincuentes comunes salidos de las cárceles que se les sumaron», todo ello inmerso en la ola de violencia desatada contra las personas y las instituciones que representaban el «orden burgués» que quería destruir la Revolución social española de 1936 que se produjo en la zona donde el alzamiento militar fracasó.
[10] «Durante varios meses bastaba que alguien fuera identificado como sacerdote, religioso o simplemente cristiano militante, miembro de alguna organización apostólica o piadosa para que fuera ejecutado sin proceso.»[44] Los revolucionarios opuestos al golpe militar equiparaban a la Iglesia española con la derecha.
[49] Queda pendiente conocer el número de los seglares católicos que fueron asesinados no por lo que supuestamente hubieran hecho individualmente sino por pertenecer a una asociación confesional católica o meramente por ser católicos practicantes, "tarea mucho más laboriosa y delicada, porque se entremezclan las razones religiosas con las políticas o, como en muchos casos sucedió, con simples venganzas personales.
[50] Nada más terminar la guerra las autoridades franquistas abrieron un macroproceso llamado Causa General que englobaba todos los crímenes cometidos por los "rojos".
Sin embargo, la prohibición del culto público católico continuó, así como otras medidas revolucionarias.
Solo al final de la guerra, con la desbandada del ejército republicano hacia la frontera francesa, volvieron a producirse nuevas víctimas entre los miembros del clero, entre las que destaca el obispo de Teruel Anselmo Polanco Fontecha.
[51] En cuanto a las causas alegadas por los revolucionarios para los asesinatos del clero la más frecuente fue que desde las iglesias y los campanarios se había disparado contra las milicias leales a la República o contra «el pueblo», una afirmación de la que no se pudo demostrar ni un solo caso, pero que los miembros de los comités revolucionarios creían firmemente porque se identificaba a la Iglesia con las derechas, haciendo caso de discursos anticlericales de determinados periódicos.
[57] En el País Vasco republicano no hubo persecución religiosa (aunque en los primeros momentos algunos sacerdotes fueron asesinados por extremistas de izquierda), ninguna iglesia fue incendiada ni clausurada y el culto católico se desarrolló con normalidad.
[62] Un nuevo gesto de reconciliación con la Iglesia se produjo el 17 de octubre de 1938, cuando cuatro ministros del Gobierno (Manuel Irujo, Julio Álvarez del Vayo, Paulino Gómez y Tomás Bilbao) presidieron el entierro católico del oficial vasco capitán Vicente Eguía Sagarduy muerto en combate, al que se le dio gran publicidad en la prensa y que tuvo gran impacto a nivel internacional.