[1][15] John Nolland propuso algunos posibles precedentes históricos del precepto de amar a los enemigos.
[16] La obra egipcia Instrucciones de Amenemope (5, 3-6; 22, 3-8) aconseja la misericordia hacia los enemigos o rivales.
[17] En la Antigua Grecia regía en general la idea fundamental de hacer el daño a los enemigos, principio enunciado por distintos poetas, oradores y filósofos renombrados.
En la Historia de la Guerra del Peloponeso Pericles insistió en vencer a los enemigos mediante la magnanimidad y la tolerancia.
En la sociedad judía, los esenios constituían un grupo que combinaba el amor ferviente a los miembros de la propia comunidad con el odio a los otros, de lo que existe clara constancia en las fuentes.
[37] La inmensa mayoría de los estudiosos coinciden en señalar que la exigencia del amor a los enemigos fue una enseñanza novedosa y representativa del Jesús histórico,[3][7][8][10][11] que no se dio en ninguna otra enseñanza moral.
Para la comunidad en que se habría conformado la fuente Q, el mandato de amar a los enemigos podría significar el rechazo del odio que propugnaban los zelotes y los esenios y la superación del amor dirigido únicamente al prójimo.
[50] Así, en la tradición judía y en la Biblia cristiana se puede concluir una evolución en cinco etapas referida al comportamiento hacia los enemigos:[51] Luego de Jesús, el precepto del amor a los enemigos apareció citado con frecuencia inusual en la prédica de la Iglesia primitiva.
[55] José María Cabodevilla expresa de forma vívida la dificultad del amor a los enemigos, al identificarlos simplemente con aquellos que han «destrozado algo muy valioso en nuestra vida»: Álvarez Tabares consideró el texto de Mateo 5,43-48 sobre el amor a los enemigos como «la máxima ética de mayor exigencia para los cristianos venidos del judaísmo».
[57] Para Paul Ricoeur, el amor a los enemigos desborda cualquier imperativo ético normativo y constituye un «mandato supra-ético».
[1] El amor no suprime la calidad de enemigos que puedan detentar los opresores, ni la radicalidad del combate contra ellos.
[60] El ejercicio del amor a los enemigos, a diferencia del amor de amistad, no proviene de la esfera del sentimiento: no se puede sentir afecto por obligación, y menos hacia alguien que resulta naturalmente odioso por no mostrar ningún costado de amabilidad perceptible a los sentidos.
[68] En su obra La cuna y la sepultura, Francisco de Quevedo escribe «cuán agradecida cosa es amar a los enemigos» que tanto se aborrecen.