[28] La batalla de Qadesh parece ser evocada en cartas enviadas por Ramsés II a Hattusili III, aunque hay poca información sobre eso.
El rey hitita optó por enfrentarse con Egipto a pesar del tratado de amistad que habían firmado los dos países hacía mucho tiempo.
El rey Mursili II intervino más tarde en persona para restablecer la cohesión entre sus vasallos, firmando con ellos varios tratados de paz.
Seti I, el segundo faraón de la dinastía XIX, capitaneó un contraataque egipcio para recuperar a los vasallos perdidos.
Amurru era el nombre con que los egipcios llamaban coloquialmente al estratégico valle del Eleuteros (en griego, "río de los hombres libres"), especie de pasillo terrestre que les permitía alcanzar desde la costa y sus puertos las posiciones avanzadas en la Siria central, localizadas en las riberas del río Orontes.
Finalmente, fue Mitani el que se vio afectado por los despojos territoriales, y este reino no tenía por costumbre permanecer impávido ante las invasiones.
La teoría moderna explica, en parte, la actitud de Akenatón: vistas desde Amarna, Qadesh y Ugarit quedaban fuera de las nuevas fronteras establecidas para el territorio egipcio, lo que convertía su conquista o pérdida en un asunto exclusivo del conflicto mittano-hitita, en el que Egipto no intervendría mientras pudiese evitarlo.
De tal forma, la estratégica zona quedó bajo el dominio hitita hasta que Ramsés se decidió a recuperarla.
El faraón siguió al norte y se enfrentó a un ejército de leva hitita, que fue fácilmente destruido.
Hatti no le opuso fuerzas más conspicuas porque en ese momento su ejército profesional se hallaba empeñado contra los asirios en la frontera oriental.
En 1301 a. C., Ramsés II, hijo de Seti I, tomó una decisión drástica: para mantener Siria necesitaba Qadesh, y ésta no se sometería a un mero mensajero.
Muwatalli no ignoraba las intenciones del joven Ramsés, y tampoco olvidaba que para Egipto era imperioso dominar Qadesh si quería recuperar alguna vez el control sobre Siria.
Sin embargo, los hititas podían ahora concentrarse en un solo frente, porque tratados recientes habían eliminado la amenaza asiria a sus espaldas.
Egipto y Hatti se enfrentarían de una vez por todas en un combate definitivo, una enorme batalla que, por fin, definiría si Siria quedaría bajo el dominio faraónico o hitita.
Lo que actualmente se conoce como ejército hitita era, en realidad, la fuerza armada de una enorme confederación reclutada en todos los rincones del gran imperio.
Cada soldado debía "luchar por su buen nombre" y defender al faraón como un hijo a su padre, otorgándosele si combatía bien un título o condecoración llamado "El Oro del Coraje".
El ejército egipcio estaba organizado tradicionalmente en grandes cuerpos de ejército (o divisiones, según la terminología empleada) organizados a nivel local, que contaban cada uno con unos 5000 hombres (4000 infantes y 1000 aurigas que tripulaban los 500 carros de guerra agregados a cada cuerpo o división).
Es lícito suponer que el faraón pretendía acampar frente a Qadesh y esperar algunos días al resto de sus fuerzas.
Sin embargo, los castigos los ablandaron un tanto, hasta hacerles reconocer más tarde que "pertenecían" al rey de Hatti.
Como es lógico, nada estaba preparado aún: los soldados dormían y los caballos, maneados, se encontraban desenganchados de los carros.
La cohesión de las formaciones se perdió en la orilla opuesta, y el ejército marchó hacia Qadesh a paso redoblado, posiblemente enviando los carros por delante.
Los carros egipcios de la vanguardia soltaron riendas y galoparon al norte hacia el campamento para avisar a Ramsés del ataque inminente.
Mientras tanto, los carros hititas habían alcanzado la gran planicie al oeste, de un tamaño tal que les hubiese permitido girar en ángulo abierto y regresar para cazar a los sobrevivientes.
El faraón se colocó la khepresh (corona) azul y, gritando órdenes a su conductor (kedjen) personal, llamado Menna, montó en su carro de batalla.
Tan amontonados se encontraban los hititas, que los disciplinados arqueros egipcios no necesitaban apuntar para hacer blanco en un hombre o un caballo.
Los que ganaron la planicie trataron de dispersarse para no ofrecer un blanco tan obvio, pero los carros egipcios se lanzaron en su persecución.
Las manos cortadas se entregaban a los escribas, quienes, contándolas meticulosamente, podían hacer una estadística fidedigna de las bajas enemigas.
Los prisioneros hititas, entre los cuales había oficiales de alta graduación, nobles e incluso realeza, fueron conducidos también allí, y debieron esperar en silencio la decisión que el faraón tomara sobre sus vidas.
Debería regresar a Egipto para lamerse las heridas de sus grandes pérdidas y ello representaría la restauración del dominio hitita sobre Siria.
Se han hecho experiencias para reproducir el cruce del río por los lugares por donde lo vadearon Amón primero y los hititas más tarde.