Desde la Edad Media, fue costumbre usar el término joya o alhaja para designar no solo joyas propiamente dichas sino también muebles, objetos de decoración e incluso propiedades y predios.
La corona tiene 14 centímetros de diámetro y destaca por una gran sencillez.
En el mismo lugar se encuentran un espejo, una arqueta y varios relicarios pertenecientes a la reina, además de la espada de Fernando el Católico.
Su hijo, Felipe II, si bien ostentaría un imperio, no tendría el título de Emperador propiamente dicho, que fue a parar a Fernando I de Habsburgo.
Si las joyas se vinculaban, debían pasar inmediatamente al siguiente soberano y no podían ser vendidas ni repartidas.
Carlos II siguió el ejemplo de su padre, incorporando más objetos de otros palacios reales, además de los ya citados relicario y la cruz que habían tenido en sus manos al morir Carlos I y Felipe II.
La perla Peregrina ha sido objeto de muchas especulaciones, considerándosela perdida y recuperada en varias ocasiones desde ese momento.
[11] Carlos IV y María Luisa de Parma, por su parte, entregaron en 1808, las Joyas de la Corona a su hijo Fernando y partieron al exilio solo con sus joyas personales, parte de las cuales fueron vendidas en Marsella para sufragar sus gastos.
Un segundo inventario del 30 de julio y conservado en los Archivos Nacionales franceses indica que las joyas fueron entregadas en París a Julia Clary, consorte del rey José Bonaparte.
[18] Antes de fallecer en 1833, Fernando VII quiso hacer unos inventarios con todos los muebles, enseres y joyas contenidos en los palacios reales.
Al modo del Antiguo Régimen, en dichos inventarios se habrían especificado aquellos bienes que permanecerían vinculados a la Corona y aquellos de libre disposición.
Cuando la regente tuvo que partir al exilio a París en 1840 y el general Espartero subió al poder, el nuevo intendente del Patrimonio se encontró setecientos estuches de joyas vacíos, presuntamente se los había llevado María Cristina.
[21] La reina Isabel II mostró una predilección particular por las joyas, con las que se hizo retratar frecuentemente.
A lo largo de su reinado (1833-1868), encargó y compró abundantes cantidades de joyas a los artífices más destacados del momento, ya fueran españoles, como Narciso Soria, Félix Samper, Manuel de Diego y Elvira o Celestino Ansorena; o extranjeros, como Carlos Pizzala, Hunt&Roskell, Lemonnier o Dumoret.
[22] Asimismo, la reina también recibió como regalo de bodas algunas joyas perteneciente a la infanta Luisa Carlota, su suegra, y, en 1858, su madre le entregó más de cien joyas que se había llevado a su exilio parisino.
Tras su muerte en 1904 se produjo la dispersión de las joyas restantes entre sus hijas las infantas Isabel, Paz y Eulalia, su nuera la reina María Cristina de Habsburgo y su nieto Alfonso XIII.
Las mismas joyas presidieron las juras Alfonso XIII (1902), Juan Carlos I (1975) y Felipe VI (2014).
Dichas joyas son: la corona, el cetro y la cruz de plata.
[25] Hasta 2014 la corona y el cetro se custodiaron en la sala blindada del Palacio Real.