También es posible que tuviera alguna relación directa (a sueldo de un armador) o indirecta (actuando como perista) con el corso.
Sin embargo, esta primera vez no obtuvo los resultados deseados, pero derribó parte del muro, por lo que se le dobló la paga.
Encargó la misión a una tropa de trescientos hombres en una flotilla al mando del capitán Loredano.
Estando en ella le dio tiempo de pensar y decidió no volver a la mar, para dedicarse a lo que mejor se le daba, que era el manejo de la pólvora y la ingeniería militar.
Por esta brecha se inició el ataque al castillo, defendido bravamente por la guarnición turca.
Iniciadas abiertamente ya las hostilidades entre españoles y franceses tras las reiteradas violaciones del tratado, a Navarro le tocó repeler el primer gran embate del numeroso ejército francés enviado por Luis XII a ocupar todo el reino de Nápoles.
Entonces Navarró ordenó prender fuego a la pólvora y el consiguiente estallido desplomó una parte de la muralla (arrastrando en la caída a los defensores ahí situados) por donde entraron luego los españoles para rendir finalmente la ciudadela al día siguiente.
Cuando surgieron las desavenencias entre Fernando y su virrey, Navarro viajó a España enviado por el segundo para intentar, infructuosamente, una reconciliación.
Poco tiempo después acudió a socorrer al destacamento portugués de Arcila, que estaba siendo atacado por numerosas tropas del rey de Fez, y consiguió que éstas levantaran el sitio y se retiraran tras cañonearlas desde los barcos.
Mientras la armada bombardeaba las murallas, la fuerza terrestre, que Navarro dividió en cuatro cuerpos, se enfrentó con el enemigo a las afueras de la ciudad.
Una vez consolidadas las posiciones del sitio, se inició el asalto con escalas, bajo cobertura artillera y con ayuda de minas.
Tras pasar el invierno en Formentera, se dispuso a capturar la rica ciudad de Bugía.
Después Navarro sacó provecho de las disputas entre Abderrahmán, en realidad un usurpador, y su sobrino, el joven rey Muley Abdallá.
A continuación empezó una extenuante lucha casa por casa que se prolongó hasta bien entrada la noche, y que se saldó con unos 200 o 300 muertos españoles y 5000 berberiscos, más otros tantos de estos últimos capturados como esclavos.
Una vez en tierra, el ejército se dividió en siete escuadrones al mando de un coronel cada uno.
Los mandos, confiados en que iban a lograr una fácil y pronta victoria, no ordenaron llevar víveres ni agua.
Aproximadamente la mitad de los españoles (unos 4000) quedaron muertos en la arena, incluyendo a don García y otros nobles.
La tripulación se salvó gracias a la pericia como marino del roncalés, que consiguió escorar el barco hacia un costado y navegar así hasta Trípoli.
Los de Colona, junto a la caballería ligera del marqués de Pescara que acudió a socorrerles, fueron arrollados por la experimentada caballería pesada francesa, muy superior en el terreno llano en que tuvo lugar el choque.
En una carga de caballería contra los hombres que la cubrían murió el propio Foix.
Paradójicamente, la batalla de Rávena se saldó con más bajas en el bando vencedor francés.
En noviembre de 1515, el embajador veneciano en Milán persuadió a Navarro para que comandara la conquista de la mencionada ciudad, y allá se dirigió con 8000 soldados, la mayoría gascones, vascos y navarros que había reclutado el año anterior.
Acabada la guerra (agosto de 1516), y habiendo quedado por ello sin ocupación, Navarro decidió dedicarse al corso, fijando su base operativa en Marsella.
En el posterior desembarco surgieron disputas entre los franceses y los mercenarios españoles contratados por Navarro, y esto, junto al insuficiente número de sus tropas, no le permitió efectuar más que una pequeña demostración de fuerza ante el enemigo, tras lo cual volvió a Marsella.
Con tal propósito obtuvo del pontífice una pequeña financiación (4000 ducados), que le ayudó a reclutar 2000 hombres.
En diciembre logra el apoyo de Francisco I para salir a luchar una vez más contra los corsarios norteafricanos.
Su último intento, un año después, con cuatro barcos, tampoco le daría los resultados apetecidos.
El roncalés, que se había sentido marginado durante el último año, decidió entonces romper su relación con Francia y ponerse a disposición de Carlos I de España (o Carlos V como emperador).
El embajador don Juan Manuel sugirió de nuevo a Carlos V admitir al roncalés a su servicio, señalando la mejora que supondría para la armada española contar con su dirección, solucionando así los problemas que en su funcionamiento se habían evidenciado recientemente.
Quedó bajo la custodia del alcaide Lluís d'Icart (con quien ya coincidió en Brescia en mayo de 1516, cuando este último era el capitán de la guarnición española a la que se enfrentó), quien mandó construir una chimenea en su aposento, al ver los temblores que padecía.