Cada premio estaba dotado con un millón de pesetas, una estatuilla diseñada por Joan Miró y un diploma acreditativo.
Su discurso se centró en pedir a los poderes públicos y a la sociedad la creación de una infraestructura necesaria para que los investigadores españoles no tuvieran que abandonar su patria para continuar sus investigaciones.
Señaló cómo jóvenes investigadores españoles formados en el extranjero no podían volver a España por falta de puestos en los que continuar su labor.
Conforme leía los nombres de los premiados, estos se acercaban a la mesa presidencial, recibían su diploma de manos del príncipe y volvían a sus asientos entre los aplausos del público.
El jurado del Premio de las Letras fue nuevamente presidido por Pedro Laín Entralgo y estaba integrado por Antonio Gala, Fernando Lázaro Carreter —quienes también repetían respecto al año anterior—, Manuel Alvar, Camilo José Cela, Juan Rulfo y el ganador del año anterior José Hierro.
Una división de opiniones hizo que el premio recayera conjuntamente en los escritores españoles Miguel Delibes y Gonzalo Torrente Ballester, propuestos ambos por Camilo José Cela.
«El Jurado, al premiar a estos dos grandes escritores, ha querido hacer patente su admiración por la obra de ambos, tan diferentes entre sí y, sin embargo, tan profundamente expresivas de la realidad española contemporánea, observada en territorios muy significativos, con singular amor y fidelidad.
Con un lenguaje sobrio, destacó ya en 1948 al ganar el Premio Nadal con su novela La sombra del ciprés es alargada.
El gallego Torrente Ballester había desarrollado una carrera literaria más oscura, pero igualmente notable.
A sus setenta y dos años, estaba jubilado de su labor docente pero plenamente activo.
Se incorporaron en 1982 Plácido Arango Arias, Ricardo Bofill, José Renau, Paulino Vicente, Domingo García-Sabell y el secretario Román Suárez Blanco.
Este apreció «la trascendencia universal de su obra, así como (...) la dimensión creadora y humanista de la misma» y «su capacidad para poner al alcance del pueblo las más nobles esencias del arte».
A sus setenta y cuatro años, era el mayor de los premiados pero seguía activo exponiendo en importantes museos internacionales.
En el jurado del Premio de Comunicación y Humanidades repetían respecto a la edición anterior su presidente, José Ferrater Mora; su secretario, Juan Cueto y el vocal José Ortega Spottorno.
El jurado resaltó la contribución del pensador bonaerense afincado en Montreal «al análisis y fundamentación de teorías en el campo de las ciencias naturales y sociales con una larga serie de trabajos que vienen influyendo grandemente en la investigación que se realiza en estas materias, tanto en España como en Latinoamérica».
En su primera edición todos los destinatarios habían sido españoles, con excepción del Premio de Cooperación Iberoamericana.
A ellos se unieron José Manuel Fernández Felgueroso, Antonio González González, el premio Nobel Luis Federico Leloir, Juan Oró y Alberto Sols, ganador del premio el año anterior.
A los sesenta y tres años, Ballester dirigía por entonces el Instituto de Química Orgánica Aplicada del CSIC, entre otras actividades investigadoras.
El jurado del Premio de Cooperación Iberoamericana estaba presidido en esta ocasión por Rafael Fernández Álvarez, que ese mismo año había sido elegido presidente del Principado de Asturias.
Tras la correspondiente ovación, el príncipe dio por terminado el acto y añadió por primera vez una frase que se repetiría en las posteriores ediciones, pues convocó en ese mismo acto los Premios Príncipe de Asturias del año siguiente.