La narración gira en torno a la actividad de unos héroes cuya única meta es recuperar el honor, tras alguna afrenta, con las más nobles acciones y arriesgados esfuerzos.
Menéndez Pidal[1] señala que la épica india es mítica, la griega es heroica, y la románica, por su parte, es fundamentalmente histórica.
Este medio de preservación era bastante común, dada la cercanía entre los testimonios literarios e históricos en torno a un mismo suceso.
Estos dos siglos de dominio bárbaro (aunque las leyes e instituciones góticas se hubieran suprimido, en la práctica el dominio siguió siendo de la élite goda) creó una mezcla cultural en la que la población hispanorromana y goda se mezcló.
Este es el origen de la épica románica para Menéndez Pidal: los bárbaros trajeron consigo sus relatos épicos orales, otorgando a España y Francia el espíritu que permitió, siglos después, la exaltación del héroe y la composición de las epopeyas.
[4] Por tanto, si hay una relación entre la epopeya francesa y la española, ella se debe únicamente a un común origen germánico para ambas.
Y también está la venganza como tópico común:En la Germania, de Tácito, las enemistades son obligatorias para los allegados del ofendido, y lo mismo ocurre en la epopeya románica, donde vemos que la venganza es obligatoria para todos los parientes del agraviado… Este espíritu de venganza llena la mayor parte de la acción en casi todas las gestas castellanas[5]Es también discutida la posible influencia árabe en la épica románica.
Desde aquí se traslada a poemas originales de Al-Ándalus, cantos épicos, en especial las archuzas históricas: Al-Gazal, Tammam b. Alqama e Ibn ‘Abd Rabbihi.
Este es un ser normal que se eleva por sus virtudes, sobre todo las sociales, aunque no carezca de defectos.
En cuanto a la forma, en el libro se combina libremente lo narrativo con lo dramático y, en muy escasa medida, con algunos momentos líricos.
Para él, no hay desgajamiento entre lo latino, lo germánico y lo árabe: Cada parcela carece de límites precisos, interpenetrándose con las vecinas.
Esta postura tradicionalista, formulada por F. Lot y sus sucesores, como Robert Fawtier, argumenta que hay un estrecho vínculo entre los acontecimientos históricos y los cantares de gesta, el cual se establece mediante baladas que han ido ampliándose con el transcurso del tiempo.
Los datos aportados por Lot fueron incrementados de forma considerable con los posteriores testimonios aducidos por Rita Lejeune, Jules Horrent y Dámaso Alonso (Nota emilianense).
Según Menéndez Pidal, ya en las Crónicas astur-leonesas pueden verse alusiones a leyendas épicas: en la Chronica Visegothorum, ordenada por Alfonso III y concluida hacia el 880, se introduce una larga narración sobre don Pelayo y la batalla de Covadonga, narración considerablemente reducida en la segunda versión de la Chronica.
Cuando en Castilla surge una historiografía, escrita en latín, comienzan a abandonarse las viejas directrices trazadas por Alfonso III, y se admiten narraciones de carácter épico.
En este sentido, son dos las crónicas más importantes: una, la Najerense (mediados del siglo XII), prácticamente desconocida por los cronistas posteriores.
Es el eslabón entre la historiografía astur-leonesa y la castellana posterior, que cuaja en la obra de Alfonso X.
Muy poco tiempo más tarde, la Crónica de Veinte Reyes incluye la misma materia, aunque con versiones diferentes.
Normalmente, la tirada constituye una unidad temática o de acción, funcionando como elemento que da cohesión a la estructura interna del cantar.
La materia argumental de estos cantares corresponde con la denominada Edad heroica, que comprende el periodo entre los siglos V-XI.
Tras esto, Carlomagno regresa a Francia y queda Roldán encargado de la retaguardia del ejército.
De nuevo en Roncesvalles, Carlomagno busca a sus allegados entre los cadáveres –versos que son los únicos conservados en el poema español-.
Tal como sucede con el resto de poemas épicos más primitivos, este cantar no se ha conservado en ningún manuscrito.
Urraca, su hija, se lamenta de no heredar nada, por lo que Fernando le lega Zamora.
Sin embargo, convienen en afirmar que el autor de la epopeya era culto dado su manejo del lenguaje.
Al manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de España, hecho en 1307 por Pedro Abad, le falta el inicio del poema.
Exiliado, el Cid se dirige a Zaragoza y entra al servicio del rey moro de allí.
Hubo quienes como Amador de los Ríos sostuvieron que este poema era anterior al Mio Cid, y que quizá esta personalidad del Rodrigo poético coincidiera más con el carácter del Rodrigo histórico.
Sin embargo, luego de esto, se dice que el reino volvió a la tranquilidad.
Y ya que durante la plenitud de la épica hispánica, ella se vio influida bastante por su congénere francesa, ese alambicamiento estilístico también llegó a la epopeya española.