Él y su hermano Sixto interceden, a petición del entonces papa Benedicto XV, para intentar lograr una paz separada entre el Imperio austrohúngaro (cuya emperatriz, Zita, era hermana suya) y los aliados, sin éxito.
Javier participó activamente en los preparativos de la insurrección que dio comienzo a la guerra civil española, presidiendo una junta suprema militar que proporcionó un gran número de armas a los sublevados.
Mantuvo como jefe delegado tradicionalista a Manuel Fal Conde, quien actuaría en su nombre hasta 1955.
En dicha misiva reconocía que los dirigentes carlistas no perseguían más fin «que el de la mayor eficacia en el servicio de España y en su colaboración al Ejército» y elogiaba a Fal Conde como «el hombre que sufrió persecuciones, cárceles, confiscación de bienes durante la República, y que no contento con esto, comprendió siempre que sólo una preparación y organización militar de la Comunión, junto a una actuación de la parte sana del Ejército, podían salvar a España».
Al igual que hiciera en la I Guerra Mundial, se alistó en el Ejército belga como coronel de artillería tras la invasión nazi del país y realizó gestiones entre el rey Leopoldo III y el presidente francés Paul Reynaud, mientras que su hermano Renato se presentó voluntario para combatir en el Ejército finlandés contra los invasores soviéticos durante la Guerra de Invierno.
Escapó entonces a la zona dirigida por el régimen colaboracionista del mariscal Pétain, conocida como Francia de Vichy.
Entre los objetivos que debía realizar la regencia estarían la preparación y convocatoria de unas Cortes verdaderamente representativas y la designación del príncipe de mejor derecho que debería ocupar el trono.
Allí, fue condenado a muerte acusado de ser «terrorista, comunista y agente inglés».
Situados a la derecha del régimen, que consideraban «totalitario» y «socializante», durante dos décadas mantuvieron su oposición al decreto de Unificación y una fuerte intransigencia política y religiosa, llegando a ser calificados por el general Franco, en declaraciones al diario Arriba en 1955, como «un diminuto grupo de integristas seguidores de un príncipe extranjero, apartados desde la primera hora del Movimiento».
Para ello destituyó a Fal Conde y nombró una junta presidida por José María Valiente, que realizó hasta 1967 una política de colaboración con el régimen.
[7] A pesar de haberse declarado rey legítimo de España en 1952, en los siguientes años se mostró vacilante en relación con aquella reclamación, que llegó a considerar que había sido prematura.
Javier, más interesado en el triunfo del tradicionalismo que en los derechos que él mismo pudiera tener a la corona, planteó incluso la posibilidad de que Juan Carlos, el hijo de Juan de Borbón, pudiera llegar a ser un rey tradicionalista.
[13] Javier negaría mala voluntad por parte de la Secretaría, si bien afirmó que existía «una larga conspiración europea para deshacer el Carlismo con mentiras y calumnias» para beneficiar en España a los «progresistas, rojos y comunistas» y que habían sido falsificados documentos a los que se atribuía su autoría.
En opinión de Javier, se había malinterpretado el sentido de la palabra aggiornamento pronunciada por el papa Juan XXIII, que significaría "aplazamiento" y "no puesta al día".
Fue el único título nobiliario que concedió como jefe de la dinastía carlista.
[18] Tras sufrir un grave accidente de tráfico, en febrero de 1972 Javier concedió plenos poderes a su primogénito, Carlos Hugo, para dirigir el nuevo Partido Carlista, que rechazó el tradicionalismo carlista y propugnó la ideología socialista autogestionaria.
[21] Posteriormente, el 22 de septiembre apareció en escena su hijo Sixto Enrique, que se negó a guardar lealtad a su hermano Carlos Hugo, por considerar que había abandonado los principios básicos del carlismo.
[21] En los últimos años de su vida, la disputa política entre sus hijos Carlos Hugo y Sixto Enrique le provocaron grandes preocupaciones.
Con motivo de los sucesos de Montejurra en 1976, escribió a su hermana Enriqueta que tenían grandes dificultades en España donde «los carlistas se han enfrentado a los revolucionarios y hemos tenido muertos y heridos».
Tras el funeral familiar, sus restos mortales fueron sepultados en la abadía benedictina de Solesmes.