La arquitectura barroca en la Italia meridional produjo sus resultados más significativos solo en el siglo XVIII.
[1] Sin embargo, desde 1610 y en las décadas siguientes en Nápoles, entonces bajo dominio español, se construyeron muchas iglesias barrocas, a menudo adornadas con ricas decoraciones de mármol o estuco (comparables con los interiores berninianos), pero privadas de los inventos espaciales y su fusión con la arquitectura típica del barroco romano.
[5] Sólo a principios del siglo XVIII con Ferdinando Sanfelice (1675-1748) la arquitectura napolitana se dirigió hacia una verdadera sensibilidad barroca para las formas espaciales complejas.
Además, un fuerte sentimiento de teatralidad incita al artista a la exuberancia decorativa, combinando la pintura, la escultura y el estuco en la composición espacial, subrayando el conjunto mediante juegos sugerentes de luces y sombras.
En Nápoles, los temas barrocos, combinados con los del manierismo toscano, recibieron la influencia —sobre todo en las tres primeras décadas del siglo XVII— de arquitectos no formados en la ciudad, entre los que se puede citar a Giovanni Antonio Dosio, al ferrarés Bartolomeo Picchiatti y al teatino Francesco Grimaldi, originario de Oppido Lucano y formado en Roma.
Picchiatti parece gustar más del primer barroco romano, mientras que Grimaldi forma parte del grupo de arquitectos religiosos, como el dominico Giuseppe Nuvolo y el jesuita Giuseppe Valeriano.
En la segunda mitad del siglo XVIII, se construyen los Quartieri Spagnoli y los barrios extramuros de la capital del reino —como Vergini y Sant'Antonio Abate—, mientras que en las laderas de Vomero se desarrollan otros polos urbanos aledaños a la ciudad.
La contrarreforma tuvo una fuerte influencia en la ciudad, de forma que las autoridades debían suministrar solares edificables a las congregaciones y órdenes religiosas más importantes.
Algunas de las primeras construcciones fueron el Complesso di Gesù e Maria, la iglesia de Gesù Nuovo y la basílica Santa Maria della Sanità, estas últimas construidas por los jesuitas y los dominicos respectivamente.
Giovanni Antonio Dosio y después Dionisio Nencioni di Bartolomeo edificaron a finales del siglo XVIII para los oratorianos la Iglesia de Girolamini, cuya cúpula fue construida a mediados del siglo siguiente por Dionisio Lazzari.
Entre ellos los jesuitas Giuseppe Valeriano (1542-1596) y Pietro Provedi, el dominico Giuseppe Nuvolo, el teatino Francesco Grimaldi, el barnabita Giovanni Ambrogio Mazenta (1565-1635), Agatio Stoia, que presenta un proyecto para la iglesia de San Fernando, puesta en principio bajo la advocación de san Francisco Javier, por lo que se deduce que era jesuita, y finalmente, Giovanni Vincenzo Casali.
Comenzó su actividad en torno a 1626, cuando su predecesor, Giovan Giacomo di Conforto, dejó las obras de la cartuja.
Además, se interesó por la pintura, sobre todo gracias a su admiración por artistas como José de Ribera, apodado Lo Spagnoletto.
A la luz de sus actividades, Fanzago puede considerarse el auténtico fundador del barroco napolitano.
Por ejemplo, en el obelisco de San Genaro no existe una clara distinción entre los elementos arquitectónicos y los esculturales.
Los altares se convierten en un escenario que engloba escultura y arquitectura: se conciben no solamente para las celebraciones litúrgicas, sino también para dividir el espacio público, que termina en el coro, del reservado a los oficiantes.
Lazzari trabajó sobre todo en el palacio Firrao y en la iglesia de Santa Maria della Sapienza, donde construyó la fachada, diseñada sin duda por Fanzago.
Otras obras suyas son la iglesia de Santa Maria dell'Aiuto, alterada en el siglo XVIII por decoraciones en mármol, y la iglesia de San Giuseppe dei Ruffi, que no se finalizó hasta la segunda mitad del siglo XVII.
Los otros dos representantes de la transición son Arcangelo Guglielmelli y Giovan Battista Nauclerio.
En el siglo XVIII se encuentran activos otros arquitectos también muy importantes, como Enrico Pini, Giuseppe Lucchese Prezzolini e Antonio Guidetti.
Hacia mediados del siglo XVIII, estos arquitectos, así como numerosos defensores del clasicismo barroco, como Ferdinando Fuga y Luigi Vanvitelli, dan a la arquitectura un aire de decoro y serenidad, típico de la escuela romana.
[12] También hay que mencionar a Giovanni del Gaizo, Pollio, Astarita y Gaetano Barba.