Así cuando encontraban en poder de judeoconversos el Talmud u otros libros hebreos los confiscaban y los destruían.
Así pues, la Inquisición sólo actuaba después de que el libro fuera publicado.
[4] En 1515 el papa León X establece la censura previa para toda la Cristiandad latina, siguiendo lo acordado en el V Concilio de Letrán que dictó la prohibición de imprimir libros sin la autorización del obispo.
[6] En 1551 la Inquisición española adopta como propio el índice de Lovaina, y lo edita, con un apéndice dedicado a los libros escritos en castellano,[6] naciendo así el primer Index Librorum Prohibitorum de la Inquisición española.
[7] El Índice de 1559 contenía 700 libros prohibidos, pero dos tercios de los mismos estaban escritos en latín y en su inmensa mayoría no habían sido editados en la Monarquía Hispánica, lo que demostraría, según Henry Kamen, que «el objetivo principal del Índice era mantener fuera de España libros que, en su mayor parte, nunca habían entrado en el país».
A continuación se precisaba que la prohibición de determinados libros se debía a que "no era bueno leerlos en lengua vulgar" o "porque el contenido está hecho de cosas vanas, inútiles, apócrifas y supersticiosas".
[16] Hacia 1569 el rey Felipe II encargó al eminente hebraísta Benito Arias Montano que elaborara un Índice expurgatorio, para evitar que los libros fueran prohibidos completamente, aunque contuvieran pasajes perfectamente ortodoxos.
Pero según Kamen esto puede resultar engañoso, ya que lo que se hizo fue añadir la lista del Índice papal –que incluía "la totalidad del mundo intelectual europeo pasado y presente": Rabelais, Pedro Abelardo, Guillermo de Ockam, Savonarola, Jean Bodin, Maquiavelo, Juan Luis Vives, Marsilio de Padua, Ariosto, Dante y Tomás Moro-, pero en cuanto a los libros publicados en la península apenas hubo cambios –sólo se añadieron unos 40 libros al Índice de 1559-.
El inquisidor general Bernardo de Sandoval y Rojas decidió publicarlo en 1612 en un solo volumen por lo que pasó a llamarse Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum.
Los autores contemporáneos a la decisión censora podían elegir omitir ellos mismos en sucesivas ediciones los párrafos censurados.
Una primera dificultad para su aplicación era la disponibilidad de ejemplares del propio Índice, pues los libreros se negaban a comprarlos porque decían que el libro era muy caro –además les servía de excusa para seguir vendiendo libros prohibidos.
Así «inevitablemente, algunos de los títulos prohibidos conseguían ser introducidos en el país», afirma Kamen.
Por otro lado, expurgar los libros resultaba más costoso que prohibirlos –un censor notificó a la Inquisición que expurgar una biblioteca le había costado cuatro meses con jornadas de ocho horas diarias- y frecuentemente se ocasionaban daños irreparables a los libros, con páginas desgarradas, cortadas o deformadas al eliminar pasajes o grabados tachándolos con tinta.
Este hispanista francés, aunque reconoce que «las publicaciones extranjeras nunca dejaron de penetrar en España», afirma que «al prevenir a los fieles en contra de ciertas lecturas peligrosas, se acabó inculcando la desconfianza ante cualquier lectura» y, sobre todo, que la Inquisición «representó un obstáculo importante para el ejercicio del libre examen y del espíritu crítico» ya que «mucho más que la ciencia y la literatura, el humanismo fue el blanco de las sospechas y de la hostilidad de los inquisidores», porque según ellos "el espíritu crítico conduce a la herejía».
«Así fue como se acabó esterilizando la investigación y el pensamiento en la España inquisitorial», concluye Pérez.
[25] Sin embargo, Pérez afirma que la responsabilidad de la Inquisición respecto del atraso científico español en el siglo XVII fue limitada, ya que él lo atribuye «al hecho de haber descuidado la investigación básica en beneficio casi exclusivo de la investigación aplicada», –por ejemplo, «¿cómo perfeccionar los instrumentos náuticos que permitirían calcular mejor la longitud y la latitud?»-.