Considerado como santo por la Iglesia Católica y su fiesta litúrgica se celebra el 1 de agosto.
De niño le visitó el futuro santo, Francisco de Jerónimo quien le dio su bendición y profetizó: «Este chiquitín vivirá 90 años, será obispo y hará mucho bien».
También inició estudios de geografía, literatura, matemáticas, gramática, música, arquitectura, pintura y arte animado por su padre, quien deseaba que fuera un exitoso político.
Con sólo 12 años se matriculó en la Universidad de Nápoles y, cuatro años más tarde, en 1713 se doctoró in utroque (esto es, en derecho civil y en canónico) tras haberse examinado con el gran filósofo e historiador Giambattista Vico), comenzando a ejercer como abogado a los 16 años.
Después ingresó como novicio en el Oratorio con la intención de ordenarse sacerdote.
[4] En 1729 resolvió ampliar el circuito misionero de su actividad, pues en el interior del entonces reino de Nápoles había encontrado gente mucho más pobre y abandonada que los niños y jóvenes que hasta entonces había visto por las calles de Nápoles ciudad.
[4] Su forma de predicar, sencilla y directa («para que el campesino humilde pueda comprender el mensaje»), tuvo una fuerte influencia moral y espiritual en su audiencia.
Durante todos esos años, Alfonso le imprimió a su trabajo un carácter eminentemente misionero.
Este nombramiento le aterró, queriendo renunciar de inmediato a tal honor.
[3] En 1775, como consecuencia de la salud cada vez más débil de Alfonso pues se iba deformando su cuerpo, el papa Pío VI hizo lugar a sus insistentes ruegos y le permitió volver a la casa redentorista de Pagani, y recluirse ahí, donde le aguardaban sus años más amargos.
En efecto, sus últimos doce años serían todavía más difíciles y dolorosos, por los agudos sufrimientos físicos, los tormentos espirituales, los esfuerzos agotadores por ganar reconocimiento para la congregación y la existencia de amargas contiendas dentro de la misma.
Ni siquiera su virtual ceguera y su salud declinante fueron aceptadas como atenuantes.
[3] Poco después de su muerte cesaron las divisiones en su congregación y se reconocieron los errores cometidos contra él.
La ciudad de Nápoles lo tomó como santo patrón, junto con san Jenaro y Tomás el Apóstol.
Sostenía que tal rigor no se había enseñado ni practicado en la Iglesia.
Tanto Francisco de Sales como Alfonso Ligorio hicieron hincapié en aspectos personales y afectivos en su forma de manifestar su piedad, subrayando el matiz individual en su relación con Dios.