En ella se decidió la sucesión del Ducado de Bretaña, disputado por las familias Monfort y Blois.
Si bien hasta ese momento la Guerra de Sucesión Bretona había sido un problema puramente interno, no se debe olvidar que cuatro años antes (en 1337) había estallado entre Inglaterra y Francia el sangriento conflicto internacional conocido como guerra de los Cien Años.
El monarca decidió entonces apoyar como le fuese dado a Carlos de Blois.
Las condiciones del armisticio en curso impedían a Eduardo III emprender acciones militares en Francia, pero estaba libre de intentar recuperar los territorios perdidos.
Al principio se le ofreció un salvoconducto para negociar la paz con Carlos de Blois, pero ante el fracaso de las conversaciones fue puesto en cadenas y enviado a la mazmorra.
Felipe temía que el fin de la tregua permitiese a Eduardo desembarcar en Calais, porque todas las fuerzas francesas se encontraban en retirada y la derrota sería segura si se llegaba a ese caso.
Felipe VI tenía que actuar rápidamente: la presencia de un numeroso y experto ejército inglés en Bretaña ponía en riesgo no solo al ducado de Blois, sino también a su propia corona.
Por lo tanto, reunió de urgencia a un poderoso ejército, con el cual marchó contra Eduardo.
La guerra localizada, pues, continuó independientemente del armisticio, y más brutalmente si cabe.
El noble fue obligado a permanecer en sus posesiones orientales mientras la guarnición inglesa de Brest se mantenía firme.
Solo y abandonado, se convirtió en un títere de las ambiciones inglesas sobre Bretaña.
Eduardo III rompió la tregua en el verano de ese mismo año, y envió una fuerza militar a Bretaña bajo las órdenes del conde de Northampton y del propio Monfort.
Eduardo solo consiguió capturar la aldea de La Roche-Derrien y establecer una base en ella.
Al morir Carlos y ponerse fin a la guerra, Juan V fue coronado como duque de Bretaña, mientras que Juana resignaba todas sus aspiraciones al ducado mediante el Tratado de Guérande.