Indica por sí sola el lugar privilegiado que la adivinación ocupaba en la religión de los antiguos, dado que englobaba etimológicamente todas las divina, es decir, todo lo referente a los dioses y la adivinación es tal vez lo más vivo en la religión de los griegos en la Antigüedad y en la religión judía en la Roma Antigua.
No obstante, los griegos conocían también la adivinación inductiva o artificial (éntecnos, tecniké), basada en la observación, hecha por el adivino, de diversos fenómenos considerados como signos evidentes (seméia) de la voluntad divina.
La adivinación y la medicina primitiva también tenían puntos en común en estas antiguas civilizaciones.
Cuando Telémaco estornuda, su madre Penélope ve en ello un presagio de buen augurio[1] e incluso, en la Anábasis, cuando tras un discurso de Jenofonte, un soldado comienza a estornudar, «al oír ese ruido todo el ejército, en un impulso unánime, adoró a dios».
Pero los presagios más numerosos se obtienen de los animales, vivos o muertos.
Así es como Cimón de Atenas, Agesilao II y Alejandro Magno recibieron una advertencia sobre su próximo final.
Al llegar la noche, los peregrinos se acostaban en el pórtico de incubación (ábaton, coimeterion) y dormían allí.
Al ser una forma novedosa de conocimiento en Grecia, era seguida con entusiasmo por el pueblo y los gobernantes.
La profecía directamente inspirada por Apolo es por ejemplo el caso de la troyana Casandra, cuyos trances adivinatorios nos muestra Esquilo en su Agamenón.
El azar del sorteo es un procedimiento muy utilizado en la Grecia antigua para conocer la voluntad divina, y es cierto que la cleromancia se practicaba en Delfos en la época clásica.
Pronunciaba entonces los «verídicos», los «infalibles» oráculos de Apolo, denominado ‘’Loxias’’, es decir, el Ambiguo, pues estas respuestas a veces eran equívocas y requerían ser traducidas por dos sacerdotes y su colegio de cinco ayudantes.