A su vez, las distintas confesiones religiosas han impuesto sus respectivos ‘funerales’ (ceremonias y ritos contratados) en los respectivos templos o iglesias, cementerios, camposantos o recintos sacramentales varios, según la cultura de origen.Cuando una persona había expirado, los jueces indagaban sobre su vida y si su conducta resultaba irreprensible, era trasportado a la otra orilla del río por el charon, es decir, barquero, como se denominaba en lengua egipcia.Si el difunto no había pagado sus deudas, se le negaba la sepultura y sus parientes lo conservaban en su casa.Los tribunales estaban cerrados: no se celebraban reuniones y a la puerta de cada casa un hombre y una mujer estaban cubiertos con trajes lúgubres: pasado este tiempo el cuerpo del monarca era conducido al sepulcro de los reyes en un lecho adornado de ricas telas: pero si el príncipe había muerto en la guerra, no se llevaba su cuerpo á Esparta, sino que se le daba sepultura en el campo de batalla, y cuando volvía el ejército se ponía en su lugar una estatua de cera a la que se tributaban las mismas honras que a su cadáver.Si el difunto había ejercido las primeras dignidades de la república, hombres y mujeres llevaban coronas en su cabeza.Después de que el enfermo expiraba su pariente más cercano o el sobreviviente de los dos esposos si eran personas casadas, dándole el último ósculo en su boca como para recibir su alma le cerraba luego sus ojos y labios: se le sacaba el anillo hasta que se le conducía a la hoguera y por conclamatio todos le llamaban repetidas veces para cerciorarse si estaba muerto en realidad o solo acometido de letargia.El cadáver era conducido con el rostro descubierto sobre un lecho, bien por sus hijos o bien por los parientes más cercanos del difunto: en ocasiones por los magistrados como en los funerales de Julio César o por los senadores, como en los de Augusto.Después de que el dessignator, es decir, maestro de ceremonias, había señalado a cada persona su sitio, rompían la marcha los trompetas y flautas que tocaban aires lúgubres mientras que los músicos cantaban por lamentación las alabanzas del difunto: seguía luego el archimimo con los histriones y bufones, quien imitaba los gestos y la voz del muerto: también a veces estos actores recitaban pasajes de autores dramáticos análogos a las circunstancias.Después iban las prefices, flentes o lloronas asalariadas, seguían en multitud precedidas de todos los empleados en funerales como pollinctores, vespillones, ustores, sandapilarios....Entonces, los parientes más cercanos encendían con un flamero la hoguera y arrojaban en medio de las llamas los trajes, armas y todos los objetos que había más estimado el difunto: en los funerales de Julio César, los veteranos, por dispensarle honor, echaron sus armas en su hoguera.Por último, la flente o llorona principal ordenaba al acompañamiento que se retirase diciendo estas palabras: L, licet: entonces los parientes y amigos del difunto, respondían tres veces: Vale, nos ordine quo natura voluerit sequemur.Los funerales de los simples ciudadanos no se hacían con las ceremonias antes dichas: después de haber custodiado los muertos un día o dos a lo más, se los llevaba a los sitios que ellos habían designado para su sepultura.La ceremonia de los funerales terminaba siempre por un festín que se daba a los parientes y amigos del difunto: pasados nueve días se daba otro llamado la gran cena o el Novendial (de novem , nueve; dies, dia), al que en vez del traje negro se llevaba el blanco, porque el luto había cesado.