Por otra parte, la interminable guerra entre güelfos y gibelinos la había reducido a un estado de extrema miseria e inseguridad.
Las procesiones de flagelantes aparecieron por primera vez en Perugia hacia el año 1260, movimiento iniciado por un ermitaño franciscano, Raniero Fasani, extendiéndose hacia el sur y el norte con tal rapidez que pareció como una súbita epidemia de remordimiento.
En algunas partes desfilaban empuñando cirios encendidos o encorvados bajo el peso de la cruz, avanzando con la cabeza inclinada, entonando cánticos y lamentaciones.
Terminó por convertirse en monopolio de los pobres, tejedores, zapateros, forjadores, etc.; y en esa medida, se convirtió en una conspiración contra el clero.
Pronto el movimiento comenzó a propalar que cada uno podía alcanzar la salvación por sus propios méritos y sin ayuda de la iglesia católica.
Debido a ello pronto comenzaron las excomuniones contra los penitentes, siendo ayudados obispos y cardenales en la represión por los príncipes seculares.
El movimiento fue criticado por el papa Clemente VI, quien pensaba que era una manera de cuestionar su autoridad.
El papa condena formalmente en 1349 en su bula "Inter sollicitudines" a todos los flagelantes, declarándolos herejes.
Sin embargo, no consigue erradicarlos por completo, terminando el movimiento por recibir la condena absoluta en el concilio de Constanza (1414-1418).
Por eso, algunos grupos no vacilaron en boicotear oficios religiosos, apoderarse de las riquezas eclesiásticas y flagelar o asesinar clérigos.