Dominium mundi es el nombre con que se conoce la idea de dominio universal desarrollada en la Edad Media.
La idea de dominio universal marcó una época, durante gran parte del medievo, dividiendo a la sociedad en dos bandos: güelfos y gibelinos.
En el siglo XV el papado obtenía gran prestigio y la Iglesia seguía siendo la rectora de la vida intelectual, aunque la idea del Dominium mundi no volvió a aparecer en su esencia original, a pesar de que ambos poderes universales subsistieron.
Posteriormente el Papa San Gregorio I (Magno) (590–604), -a través de su enorme tarea espiritual y material- fue quizá quien más contribuyó a mostrar que la Santa Sede podía ejercer funciones gubernativas.
Por su parte el Imperio romano parecía tener continuidad a través del reino franco.
Tener la posibilidad de elegirlos, (entregarles el cargo, es decir “investirlos”) prácticamente aseguraría su fidelidad.
En todo el mundo cristiano comienza a reivindicarse la libertad de la Iglesia, principalmente para nombrar sus funcionarios.
Trasplantados a Italia, serían los gibelinos y güelfos, que lucharían durante siglos.
Se resalta su continuidad en Europa desde la época romana, a través del eslabón carolingio.
Por esto, tanto Federico I como su hijo y sucesor Enrique VI, intentaron conciliar ambos sucesos imaginando un imperio temporal universal, a cuyo frente se ubicaría un emperador con autoridad suprema, superior al poder de los reyes diversos, llamados "régulos" o "reyes locales".
Esta autoridad suprema parecía necesaria, pues se pensaba que el poder imperial (manteniendo sometido al Papa) era la forma de mantener unida a la cristiandad en espera del fin de los tiempos.
Ésta debía corresponderle al papa por la propia superioridad de su poder espiritual y porque la salvación eterna, que este promovía, era el fin social primero.
El poder temporal laico poseía funcionamiento autónomo, tanto para escoger a los que lo ejercían por medio de la elección o la herencia, como para desarrollar sus propios medios administrativos sin interferencias.
El papa conservaba, sin embargo, una autoridad suprema, pero solo podía ejercerla para sancionar o refrendar los actos políticos, no para modificarlos ni actuar directamente, salvo por motivos morales o religiosos (ratione peccati: "por razón de pecado") o cuando fuera preciso dirimir una cuestión para la que ningún otro poder del mundo estuviese autorizado.
No fue escaso, en esta difusión, el papel de los emperadores romanogermánicos, que actuaban, ya lo hemos visto, movidos por su interés político tanto como por su supuesta condición de sucesores del antiguo Imperio romano.
Los profesores boloñeses aceptan el derecho justinianeo como algo superior e incluso supremo; se limitan a comentarlo, sin demasiado bagaje crítico, pues para ello les habrían sido necesarios unos conocimientos filológicos (dominio del griego y estudio de los textos originales) e históricos de los que carecían.
Discípulos suyos fueron Hugo, Búlgaro, Jacobo y Martín, llamados "los cuatro doctores" por su sabiduría e influencia.
Estos contestaban por medio de litteras decretales o "decretales", cuya recopilación se hizo necesaria, al cabo, como única forma de utilizar y conservar la riqueza jurisprudencial que contenían, ya que no sólo afectaban a materias eclesiásticas, sino también seglares y civiles.
En el siglo XIV se realizarán nuevas compilaciones, las Clementinas, las Extravagantes de Juan XXII y las Communes.
En aquella dieta se produjeron las primeras diferencias entre los altos funcionarios del emperador, en especial el canciller Rainaldo de Dassel, y el legado pontificio, y futuro papa, Rolando Bandinelli.
Adriano IV, papa de origen inglés que coronó emperador a Federico I, aclaró posteriormente que la palabra tenía un sentido más general: el papa otorgaba beneficios espirituales, no feudos.
Poco después, la muerte de Adriano IV abrió una crisis sucesoria en el pontificado.
En torno a ambos hechos se produce la primera coyuntura propicia para el enfrentamiento entre emperador y papa.
El emperador la asedió y la obligó a capitular, conservando ésta su autonomía interna pero aceptando plenamente la autoridad imperial.
Cuando murió Adriano IV, los 24 cardenales partidarios de oponerse al dominio de Federico I en Italia eligieron papa a Alejandro III, mientras los tres que preferían contemporizar daban su voto al cardenal Octaviano, que se tituló Víctor IV.
Además, la querella con Alejandro III obligaba a hacer concesiones y lograr alianzas tanto en Alemania como en otros países.
La confrontación continuó y en 1176 se llegó a la batalla de Legnano, la cual tuvo una repercusión crucial en la lucha que mantenía Federico Barbarroja contra las comunas de la Liga Lombarda (bajo la égida del Papa Alejandro III).
Las tropas imperiales sufrieron una derrota humillante y el emperador Barbarroja se vio forzado a firmar la Paz de Venecia (1177) por la que reconoció a Alejandro III como Papa legítimo.
Revuelta de Roma y retirada del emperador, que restituye Baviera a Enrique el León.
1164: Venecia forma la llamada Liga Veronesa (junto a Verona, Padua, Vicenza y Treviso).