Allí, fray Martín del Barco Centenera levantó una pequeña y precaria capilla, que ejerció como iglesia parroquial con muchas limitaciones; pero al menos estaba en el lugar correcto.
El obispo señaló como catedral la única iglesia de clérigos que había en la ciudad.
Según el plano que le adjuntó, el templo iba a tener tres naves; para su construcción se necesitarían 5.000 pesos, suma que solicitaba del real tesoro.
En la persona del excelente gobernador don José Martínez de Salazar halló el obispo quien colaboraría en la construcción del templo no solo con su influencia, sino hasta con dinero de su propio peculio.
A pesar de ello, en 1690 la iglesia con sus tres naves estaba cubierta, aunque todavía faltaba adecentar su interior y por la parte de fuera sus capillas, la sacristía y había que elevar la torre que hasta entonces solo contaba del primer cuerpo.
Para hacer frente a todos los gastos se echó mano de todos los medios disponibles: la real hacienda, el obispo con sus rentas y alhajas, el vecindario con sus limosnas.
Enfermo y en cama, el obispo pidió al Cabildo Eclesiástico que se hiciese cargo de la obra.
Entonces es cuando surge la figura del arcediano Marcos Rodríguez de Figueroa y con él las cosas entraron por la vía recta.
Para ese efecto, la real hacienda puso 1.800 pesos y él 3.000 de sus propios haberes; el arcediano consiguió 1.500 del vecindario e hizo un empréstito de 2.500 y 1.000 provinieron del cabildo secular.
Transcurridos tres años, sin contar con la autorización real y sin haber enviado los planos para su autorización, y con el total apoyo del Cabildo Eclesiástico, empezó el obispo a levantar la nueva catedral, la actual, según los planos de un arquitecto nombrado Antonio Masella, de origen saboyano.
La catedral se fue edificando con los bienes de la Iglesia y con la cooperación económica del pueblo.
Don Cayetano Marcellano y Agramont, que tanto había hecho por la nueva catedral en 1759, tuvo que dejar el gobierno de esta diócesis por haber sido trasladado a la sede arzobispal de Charcas.
Su sucesor, el porteño José Antonio Basurco (1760-61) ocupó solo un año la sede bonaerense, pero hizo también su obra contribuyendo a la prolongación del templo al donar el terreno de una casa, contigua a la iglesia, que pertenencia de su hermana, doña María Josefa Basurco, tasado en 7.500 pesos, que pagó de su peculio personal.
Una dificultad sobrevino en 1770, en que al detectarse grietas en la media naranja o cúpula, fue necesario proceder a su demolición.
La catedral fue consagrada en 1804 por el último obispo de la era hispánica don Benito de Lué y Riega, quien se empeñó en agregarle lo que aún le faltaba: el frontis y las torres.
Pero si confrontamos una y otra, constatamos en seguida que en realidad no fue así.
En primer lugar, la Madeleine tiene ocho columnas y la catedral de Buenos Aires doce.
[3] En 1994, comenzó una intensiva obra de restauración y puesta en valor del templo dirigida por el arquitecto Norberto Silva.
Allí el visitante podrá encontrar objetos personales y litúrgicos que utilizó durante los 15 años de su ministerio pastoral en la Ciudad.
Esta rebaja ha quedado evidenciada por las cinco gradas de la escalinata que fue necesario agregar al umbral del templo.
Una vez consumada, otro acontecimiento importante sacudió a la Iglesia católica: La elección del papa Francisco, ex arzobispo de Buenos Aires.
No olvidemos que la construcción del edificio actual fue iniciada en el siglo XVIII y recién pudo ser concluida a principios del siglo XX, pasando por manos de variados arquitectos y constructores, quienes, según el momento, fueron cambiando o agregando algo, desde elementos un tanto barrocos, hasta su estilo fundamentalmente románico [cita requerida].
El templo impresiona por su volumen y grandiosidad: su nave central está próxima a los cien metros de largo; su piso, de mosaicos diminutos y especial belleza, tiene una superficie que se aproxima a los tres mil metros cuadrados.
Se le ve separado, antes de ingresar a las naves propiamente dichas, por sendas puertas que coinciden en posición, estilo y volumen con las que, en frente, comunican con el exterior.
En los primeros siglos de la Iglesia el nártex se reservaba para los catecúmenos, quienes seguían desde allí las ceremonias y predicación, pero al iniciarse el Ofertorio de la Santa Misa, se retiraban, por no encontrarse autorizados a permanecer durante la liturgia eucarística.
Quién realizó los capiteles corintios y el bajorrelieve del frontispicio, trabajos concluidos hacia 1863.
[9] Su configuración es poco usado en las catedrales, dándole un parecido más cercano a un templo griego –con columnas, arcos, frontispicios triangulares– que al clásico edificio católico.