Se extendieron rápidamente tras el triunfo de la Revolución española de 1820 pues se llegaron a fundar entre doscientas cincuenta y doscientas setenta sociedades, fundamentalmente en las ciudades —ciento sesenta y cuatro localidades contaron con al menos una sociedad patriótica—.
[8] Según Jordi Roca Vernet, «durante el Trienio Liberal las sociedades patrióticas se convirtieron en los espacios centrales de la relación entre ciudadanos y poder político en las ciudades, en la medida que aquellos pudieron incidir directamente sobre los representantes políticos y presionar a las autoridades con el fin de conseguir imponer sus demandas y propuestas políticas».
[10] Se reunían en cafés, en teatros, en casas particulares y hasta en conventos desamortizados.
[16] Las sociedades patrióticas no limitaron sus actividades a sus sedes sino que con frecuencia organizaron actos en la calle.
[21] También se preocuparon de que la justicia fuera equitativa con ellos, y en general con todos los ciudadanos.
[23] Aunque la opinión mayoritaria era que la política debía ser algo ajeno al «sexo delicado», al «bello sexo» o a «esa amable mitad de nuestra especie» —como solían ser calificadas por la prensa de la época— y que la educación femenina no debía mezclarse con asuntos referentes «al gobierno, erudiciones o ciencias»,[24][nota 1] las mujeres también participaron en las sociedades patrióticas, no sólo como público, sino también en ocasiones como socias y existe constancia de que algunas de ellas ocuparon cargos, presidieron las sesiones y pronunciaron discursos desde la tribuna —en la sociedad patriótica de Alicante se dispuso una tribuna específica para ellas—.
[27] Por otro lado, los extranjeros también participaron activamente en las sociedades patrióticas, sobre todo los refugiados napolitanos y piamonteses que habían huido tras el aplastamiento de sus respectivas revoluciones por las tropas austríacas —el general napolitano Guglielmo Pepe intervino en la Sociedad Landaburiana de Madrid—.
[30][31] Además temían que se transformaran en los radicales clubs jacobinos de la Revolución Francesa.
Como ha destacado Juan Francisco Fuentes, esta visión contrapuesta sobre las sociedades patrióticas respondía a la «diferente concepción que moderados y exaltados tenían de la base social sobre la que debía descansar el liberalismo español.
Para los primeros, la solidez del régimen pendía del apoyo que tuviera entre las clases propietarias y medias: burguesía, aristocracia terrateniente, clases medias profesionales... [Y] las sociedades patrióticas podían ser, por su carácter abierto y participativo una vía de entrada de las clases populares en la vida política.
[31] El objetivo del decreto era «impedir que la calle se consolidara como un espacio político alternativo capaz de operar como un Parlamento paralelo, cuestionando las instituciones y presionando sobre la actividad política desarrollada en los espacios oficiales».
[41] Como consecuencia de las restricciones impuestas a su funcionamiento —los oradores no podían hablar desde la tribuna si no contaban con el permiso de la autoridad local— y al peligro siempre presente de ser suspendidas por decisión del jefe político,[42] el número de sociedades patrióticas se redujo ostensiblemente y las que siguieron existiendo, aunque bajo otras denominaciones, lo hicieron gracias sobre todo a que consiguieron ampliar su base social y de esa forma la autoridad gubernativa se viera más presionada para no cerrarlas.
[46] También impulsaron las relaciones entre ellas llegando a crear sociedades o tertulias filiales en localidades cercanas más pequeñas, como sucedió con la tertulia barcelonesa de Lacy y las sociedades de Sabadell, Mataró o Manresa.
Fueron conocidas como las «Lanceras de la Libertad» porque, según establecía su reglamento, se les permitía llevar «un cuchillo de monte colocado en el lado izquierdo, pendiente de un cinturón, y una lanza ligera y proporcionada, y por distintivo o vestuario, un corpiño con faldones cortos que las mismas ciudadanas elijan».