Un error muy común es confundir «materia orgánica» con «materia viva», pero basta considerar un árbol, en el que la mayor parte de la masa está muerta, para deshacer el error; de hecho, es precisamente la biomasa «muerta» la que en el árbol resulta más útil en términos energéticos.
Y por supuesto no puede olvidarse su utilidad más común: servir de alimento a muy diversos organismos, la humanidad incluida (véase «cadena trófica»).
La biomasa podría proporcionar energías sustitutivas a los combustibles fósiles, gracias a agrocombustibles líquidos (como el biodiésel o el bioetanol), gaseosos (gas metano) o sólidos (leña), pero todo depende de que no se emplee más biomasa que la producción neta del ecosistema explotado, de que no se incurra en otros consumos de combustibles en los procesos de transformación, y de que la utilidad energética sea la más oportuna frente a otros usos posibles (como abono y alimento).
[1] Actualmente (2022), la biomasa proporciona combustibles complementarios a los fósiles, ayudando al crecimiento del consumo mundial (y de sus correspondientes impactos ambientales), sobre todo en el sector transporte.
[1] Este hecho contribuye a la ya amplia apropiación humana del producto total de la fotosíntesis en el planeta, que supera actualmente más de la mitad del total (Naredo y Valero, 1999), apropiación en la que competimos con el resto de las especies animales y vegetales.