Los movimientos abolicionistas han tenido históricamente un carácter más político e ilustrado que religioso; así como en la lucha por la abolición de la esclavitud las distintas iglesias cristianas jugaron un papel relevante, esto no ha sucedido en la lucha contra la pena de muerte.
: brujas que se convierten al cristianismo) como por convertirse a otra; Otras apuntaban en la dirección escrita en el Corán: No hay compulsión en la religión (2:256).
La Biblia propone, ordena o presupone la pena capital, u ordena matar a ciertas personas o grupos de personas en múltiples pasajes de las Escrituras del Antiguo Testamento, como: La pena capital tuvo, con tales antecedentes, un amplio apoyo de parte de los teólogos cristianos desde el siglo IV d. C.: San Ambrosio (340-397) solicitó a los miembros del clero que se pronunciaran sobre la pena capital e incluso pedía que la ejecutaran; San Agustín (354-430) contestó en su libro La ciudad de Dios a las objeciones a la pena capital que se realizaban a partir del quinto mandamiento.
Hipólito de Roma (170-237) fue hostil al ejército, aunque lo vio también como fuerza que frena el desorden.
Se excluye de la comunidad cristiana a los que tenían la potestas gladii: los procónsules, los legados, los procuradores y los magistrados civiles.
Cipriano, obispo de Cartago, en el tratado Ad Donatum, poco después del año 246, considera la guerra como un homicidio legalizado.
En su tratado De bono patientiae, obra redactada en torno a 256, considera al homicidio un pecado capital.
Lactancio, discípulo del anterior, en su obra Divinae Institutiones es partidario de la no violencia y profundamente antimilitarista; condena el homicidio, tanto a nivel individual, como social, y también la pena de muerte.
El concilio de Arlés, del año 314, excomulga a los soldados cristianos desertores.
En ese mismo año Lactancio, cambiando su opinión anterior, elogia la actividad guerrera de Constantino.
[2] Posteriormente solo en el movimiento menonita tardío se volvería a encontrar un pacifismo y objeción de conciencia tan marcado.
La pena capital atenta contra el perdón y la misericordia recomendados por Jesús.
Es absurdo entender aplicables las disposiciones de la Ley mosaica, que imponían la muerte por hechos que hoy en día no pueden merecer justamente tal castigo (por ejemplo, no respetar el descanso del sábado, tener relaciones sexuales con mujer menstruante, desobedecer a los padres, etc.), al haber quedado superadas tales rigoristas disposiciones por el nuevo mensaje de Jesucristo.
Considerando la tradición del cristianismo primitivo como ortodoxia superior por jerarquía temporal la Iglesia católica se opone a la pena de muerte.
Bajo el pontificado de Juan Pablo II, su encíclica Evangelium Vitae denunció el aborto, la pena capital y la eutanasia como formas de homicidio y, por tanto, inaceptables para un católico.
Solamente se contemplaba para el intento de magnicidio del sumo pontífice y nunca fue aplicada.
Pero anteriormente los Estados Pontificios contemplaron y aplicaron la ejecución para diversos casos, incluyendo la expresión de posiciones filósoficas o religiosas no aceptadas por dicha entidad estatal.
[6] Los pronunciamientos de la Iglesia oponiéndose a la pena capital pueden tener cierto impacto político.
La Iglesia católica rechaza toda forma de ejecución y así lo ha expresado en relación con las últimas ejecuciones en diversas partes del mundo, los recientes intentos polacos de reinstaurar la pena de muerte, o las ejecuciones cometidas en países comunistas, como Corea del Norte, la antigua Unión Soviética o Cuba.
Sin embargo, el nivel de pruebas acusatorias que requiere para su aplicación es extremadamente exigente, y la pena capital ha sido abolida de facto por varias decisiones talmúdicas, convirtiendo las situaciones en las que podría ser empleada en algo hipotético e imposible en la práctica.