De sus escritos sólo se han conservado dos piezas genuinas: su “Apología” o “Embajada por los Cristianos” y un “Tratado sobre la Resurrección”.
Hacia 177-178 compuso Atenágoras una Súplica en favor de los cristianos, escrito que envió a los emperadores Marco Aurelio Antonino y su vástago Lucio Aurelio Cómodo, «arménicos, sarméticos y, lo que es máximo título, filósofos».
En dicha Súplica defiende a los cristianos de las tres principales acusaciones que contra ellos se lanzaban desde la parte pagana: ateísmo, antropofagia e incesto.
Es una pieza maestra por su alto vuelo literario, por la lealtad de su argumentación y por la vasta erudición que en ella revela el autor.
En ella, a una habilidad dialéctica, mayor que la demostrada por San Justino en sus escritos, se añade una actitud más benévola y comprensiva, con respecto a la filosofía, que la demostrada por Taciano, contemporáneo suyo.
Lógica, aunque siempre respetuosa, es la conclusión: "Todo el Imperio goza de una paz profunda; solamente los cristianos son perseguidos, ¿por qué?
Es una discusión clara y fácil, dirigida a los filósofos, que se mantiene siempre en el terreno de la pura dialéctica.
Con este fin se empeña en demostrar, por vía especulativa, la unidad de Dios, atestiguada por los profetas.
Algunos han pretendido acusarle de subordinacionismo, pero no creemos que haya fundamento serio para tal aserto.
Con mayor nitidez que los demás apologistas del s. II, afirma la unidad y la igualdad de las tres divinas Personas.
pues, suficientemente queda demostrado que no somos ateos, pues admitimos a un solo Dios... ¿Quién, pues, no se sorprenderá de oír llamar ateos a quienes admiten a un Dios Padre ya un Dios Hijo y un Espíritu Santo, que muestran su potencia en la unidad y su distinción en el poder?» (Súplica, X).
Así, pues, queda suficientemente demostrado que no somos ateos, pues admitimos a un solo Dios, increado, eterno, invisible, impasible, incomprensible e inmenso, sólo por la inteligencia y la razón comprensible, rodeado de luz (cf.
Pr 8,22; Col 1,15; Rm 8,29), no porque haya nacido, puesto que desde el principio, Dios, que es inteligencia eterna, tenía en sí su Verbo, siendo eternamente racional, sino como procediendo de Dios, cuando todas la materia era informe, como una tierra inerte y estaban mezcladas los elementos más gruesos con las más ligeros, para ser sobre ellas idea y operación.
«Al modo que el labrador echada la semilla en la tierra, espera a la siega y no sigue sembrando, así, para nosotros, la medida del deseo es la procreación de los hijos» (Súplica, XXXIII).