También consiguió que el suplemento del diario Crítica de Buenos Aires le publicara una vez al mes sus cuentos.
[10] La balsa que tiene la desventura de tropezar como una palizada se enredará para luego ser estrellada entre las peñas o sorbida por un remolino.
Entonces Roge se ofreció para cruzar el río a nado llevando sobre los hombros una alforja llena de alimentos.
[19] Arturo Romero estaba casado con Lucinda, una poblana de ojos verdes que ya le había dado un hijo, al cual llamaron Adán.
Lucinda destacaba como eximia bailarina y por su belleza natural, dejando alelados al resto de los asistentes.
Así fue como Arturo se desposó con Lucinda, aunque los primeros años debieron vivir escondidos evadiendo la justicia.
Sobre Florinda, otra bella muchacha, que era cortejaba por Roge, queda pendiente el relato de su historia.
Interroga a su huésped por los sucesos de Lima, la política y el gobierno, pero Osvaldo prefiere hablar sobre otros temas.
Don Juan le ofrece entonces como guía a uno de sus peones indios, el Santos; luego le cuenta sobre las experiencias de otros osados exploradores que igualmente vinieron a esa escabrosa región y la manera como fallecieron o simplemente desaparecieron.
Asustado, se cubre la nariz sangrante con su pañuelo y saca su revólver, increpando al indio por haberlo conducido hacia la muerte.
Lucas le ayuda, logrando entre ambos dominar al animal, el cual muerde en la mano a Matías.
El más afectado anímicamente era Roge, pues se sentía culpable por no haber hecho caso a su hermano.
Arturo queda tendido e inerme en la balsa, boca abajo y con la cabeza ardiéndole: sabe que ha perdido definitivamente a su hermano.
En uno de sus habituales almuerzos, doña Mariana le cuenta a Lucas que un puma andaba merodeando los alrededores.
Los utosos piden a los balseros que mejor los transporten al día siguiente, pues venían de un largo viaje y necesitaban descansar.
Matías y Arturo los alientan a continuar el viaje, contándoles los casos de algunos utosos que sanaron.
La gente se acerca mientras tanto y doña Mariana, riendo a carcajadas, les hace ver que el puma no era azul sino plomizo como cualquier otro.
Venía montado en un caballo tordillo, ya que el zaino, como contó luego, lo había perdido al rodar por un desfiladero.
Era el atardecer y junto a esa hora pasaba la Hormecinda conduciendo su rebaño de cabras.
También trae a colación una vieja historia de una mujer quemada en Bambamarca, cuya alma decían que penaba en determinadas noches.
Ya emprendían la marcha río arriba, cuando de pronto se les acerca Hormecinda, quien entrega a Osvaldo un paquete, diciéndole que era su fiambre.
Tal vez ella lloraría su partida pero ya se le pasaría y terminaría juntándose con algún cholo de Calemar.
El visitante dice ser calemarino pero que hacía veinte años había huido y desde entonces era un corrido (fugitivo de la justicia).
En ese trajín mató a un teniente y a dos guardias, y todo ello hacía ya mucho tiempo, habiendo ya prescrito tales delitos, pero la policía lo acusaba de otros crímenes recientes, de los que juraba ser inocente, por lo que siempre debía estar en permanente huida.
Llega a Calemar don Policarpio Núñez, acompañado de su hijo, ambos montados y armados con carabinas winchester.
Son negociantes de ganado, que se dirigen a las comunidades y haciendas vecinas para comprar las reses.
De pasada solicitan a los cholos balseros para que les transporten el ganado al otro lado del río.
Fue así como todos los males se hicieron realidad, pues en la base de ellos está siempre el desaliento.
Llegan al fin don Policarpio y su hijo, junto con tres indios repunteros, arreando cien cabezas de ganado.
El transporte del ganado no es fácil ya que muchos de los animales se desbandan y caen al río.