El monarca parecía muy animado con la idea y se apresuró en los trámites sin disimular que tenía prisa.
Se instalaron en el palacio real de Barcelona y tuvieron una vida relativamente tranquila.
Ella intervenía en los asuntos de estado dando consejo como habían hecho otras reinas.
La reina era una mujer madura, culta, bella y muy piadosa, lo que hacía que el día a día en la corte real fuera cordial, a pesar de la rigidez y la severidad de Jaime II.
El rey en su testamento, que había redactado pocos meses antes de su muerte, ratificaba, entre otras cosas, las donaciones en rentas hechas a su esposa.
Tal vez Jaime II presentía su muerte y deseaba que la mística ilusión de su esposa se convirtiera en una realidad lo antes posible.
Las donaciones reales casi ahogaron el espíritu franciscano de la vida conventual.
Pintores, como Ferrer Bassa o los hermanos Serra, fueron contratados para embellecer el monasterio.
Dejó como heredero al monasterio, excepto algunos bienes destinados a instituciones, familiares o conocidos de ella.
Obligó a derribar el palacete donde vivía, lo que se hizo inmediatamente.