Me refiero a un tipo de relato cuya materia prima no es tanto la muerte en sí como lo que haya o pueda haber después de la muerte: lo sobrenatural, la vivencia del Más Allá».
En su ensayo "Un tratado sobre cuentos de horror", el crítico estadounidense Edmund Wilson sostiene que los primeros grandes cuentistas del género fueron aquellos que pretendieron «un nivel literario» más allá del «entretenimiento popular»: Hawthorne, Poe, Melville y Gógol.
Y continúa: «El primer cuento corto de horror realmente grande apareció a principios o mitad del siglo XIX cuando la escuela de la novela gótica había alcanzado alguna sofisticación y estaba adoptando los métodos del realismo.
[6] El estudioso británico del género, David Punter, en su obra The Literature of Terror.
Uno de los mitos más antiguos en este sentido es el que Fraser llama alma externada, vinculado con la muerte y la resurrección.
Así, el cuento de miedo llega en muchos aspectos a confundirse en la forma y en el fondo con las citadas expresiones originales del espíritu colectivo (¿no supone la propia Biblia un buen muestrario de relatos terroríficos?
Sólo hay una salvedad: al final, llegada la necesidad, no le asiste a uno el recurso de despertarse.
Como producto artístico, el cuento de miedo se ve constreñido, pues, por una normativa procedimental característica.
Vladimir Propp afirma tajantemente: «Todos los cuentos maravillosos pertenecen al mismo tipo en lo que concierne a su estructura».
Adolfo Bioy Casares, por su parte, en el prólogo a la Antología de la literatura fantástica, cita leyes generales, por un lado, y especiales (para cada cuento específico), por otro.
[17] Pero son tres los elementos o exigencias fundamentales que se admiten comúnmente como requisitos a cumplir.
En primer lugar, ha de verificarse un cuidado muy especial en el diseño del clima, la atmósfera que rodea los siniestros acontecimientos de marras, aspecto este en el cual los grandes autores se evidencian a menudo como auténticos virtuosos.
También cabría mencionar aquí la novela Manuscrito encontrado en Zaragoza (1805), del polaco Jan Potocki.
Con Poe, el cuento de terror alcanzará sus más altas cimas muy pronto, hacia los años 30 del siglo XIX, periodo que vio nacer el cuento como género autónomo, al decir de Cortázar.
Sobraba todo aquello que no contribuyera al efecto puntual deseado; así, de entrada, en sus cuentos no tienen cabida las citadas consideraciones sociales, morales, religiosas: «Comprendió que la eficacia de un cuento depende de su intensidad como acaecimiento puro, es decir, que todo comentario al acaecimiento en sí [...] debe ser radicalmente suprimido».
[33] En sus poderosas fantasmagorías no se trasluce otra cosa que una imaginación y una inteligencia portentosas rígidamente al servicio de un designio artístico.
Este autor, aunque gran estilista, se hallaba muy lastrado por el rígido puritanismo en que se formó (un pariente suyo fue juez en los procesos contra la brujería celebrados en Salem), y no supo o no quiso transmitir a sus historias ni la fuerza ni el desgarro artístico que admiran en aquel.
Sus hondas convicciones naturalistas generaron, probablemente, los acusados tintes emocionales presentes en sus mejores cuentos.
Al intentar una especie de neopaganismo, anticipó la teogonía macabra desarrollada por su seguidor más notable, H. P. Lovecraft.
Algernon Blackwood (1869-1951) es un gran cultivador del misterio fantasmagórico, pero en ocasiones aporta al género un elemento desconocido hasta el momento, como es el horror enmarcado en majestuosos parajes de naturaleza virgen, adornado de connotaciones paganas (en esto se equiparará a Machen).
[41] (Títulos: “El terror rosa”, “La calleja tenebrosa”, “La mano de Goetz von Berlichingen”.)
En primer lugar, el terror literario muestra una acusada inclinación a la novela larga en detrimento del cuento.
Además, se ha generalizado la llamada «banalización del terror», según advierte el historiador de este género S. T. Joshi, citando al editor estadounidense Stefan Dziemianowicz.
[46] Entre los más conocidos autores contemporáneos, en su mayoría norteamericanos, hay que mencionar a Robert Aickman (“Las espadas”), T. E. D. Klein (“Los hijos del reino”), Dan Simmons (“El río Estigia fluye corriente arriba”), Ramsey Campbell (“La camada”), Peter Straub (“La esposa del general”), Dean Koontz (“Terra Phobia”), Theodore Sturgeon (“Segmento brillante”), los clásicos Richard Matheson (“A través de los canales”) y Ray Bradbury (“Y la roca gritó”), el joven (en los 80) y rompedor Clive Barker (“Terror”) y el omnipresente e irregular Stephen King (“La niebla”).
Casi todos estos autores han cultivado con acierto la ciencia ficción, especialmente Bradbury y Matheson.
Entre los autores actuales de mayor relevancia, S. T. Joshi ha destacado en varias ocasiones a los estadounidenses Thomas Ligotti (Noctuario) y Caitlín R. Kiernan (“La Peau Verte”).
El mexicano Carlos Fuentes ha dedicado varias obras al género (“Aura”, Cumpleaños”, Inquieta compañía).
Y más modernamente: Emilio Carrere (“La casa de la cruz”), Joan Perucho (colección Aparicions i fantasmes), Alfonso Sastre (colección Las noches lúgubres), Juan Benet (“Catálisis”), Leopoldo María Panero (“El lugar del hijo”), José María Merino (“Los libros vacíos”), Javier Marías (“No más amores”), Luis Mateo Díez (“Los males menores”), Cristina Fernández Cubas (“El ángulo del horror”), Pilar Pedraza (“Anfiteatro”), José María Latorre (“La noche de Cagliostro”), Gregorio Morales (“El devorador de sombras”), Ángel Olgoso (“Los demonios del lugar”).
Martínez Roca había sacado en 1977 la también excelente Relatos maestros de terror y misterio, editada por Agustí Bartra.
(*Antologados como cuentos de misterio y terror por Agustí Bartra en la citada colección.