Patronato nacional en Argentina

Las instituciones eclesiásticas católicas de la América hispana fueron administradas durante siglos casi sin mantener contacto con la curia romana y los asuntos eclesiásticos se resolvían en el Consejo de Indias o en el despacho real.

A cambio, los reyes debían financiar ("fundar" y "dotar") las nuevas Iglesias.

Los poderes del monarca español para dirigir la Iglesia en sus territorios fueron aumentando con el tiempo.

Las reales audiencias se constituyeron en tribunales para, en primera instancia, dirimir conflictos eclesiásticos.

Lo resuelto por la Asamblea daba a los obispos las mismas potestades que tenía el papa mientras durara su incomunicación y al gobierno las mismas que tenía el rey en materia eclesiástica, sancionando así la autonomía de las Iglesias locales.

Tras la caída del director supremo Carlos María de Alvear, las nuevas autoridades sancionaron el estatuto provisional de 1815 que dispuso quitarle el patronato al poder ejecutivo: No proveerá, ó presentará por ahora, ninguna Canongía ó Prebenda Eclesiastica.

[17]​ Los pocos candidatos al sacerdocio debían viajar a Chile o Brasil para ser ordenados.

Desde entonces ya no hubo un poder central que pudiera administrar el patronato a la manera colonial sobre los tres obispados rioplatenses.

[22]​ A esa situación se sumaba el triunfo de los liberales en la Revolución de 1820 en España, que puso a la Santa Sede en malas relaciones con el nuevo gobierno español.

El enviado papal Giovanni Muzi acompañado por Giuseppe Sallusti y por Giovanni Maria Mastai Ferretti —el futuro papa Pío IX—, pasó por el Río de la Plata camino a Chile.

El Congreso General de las Provincias Unidas se reunió desde 1824 y sancionó la constitución de 1826, que reiteró a la religión católica como la oficial del Estado reunificado y entre las atribuciones del poder ejecutivo dispuso:

Previamente el proyecto constitucional de 1819 solo atribuía al poder ejecutivo: Nombra los Arzobispos y Obispos a propuesta en terna del Senado.

El papa León XII no accedió a nombrar obispos diocesanos porque eso hubiera implicado un reconocimiento de las autoridades políticas independientes hispanoamericanas y su derecho a ejercer el patronato.

Este le permitió controlar la organización interna de su diócesis sin condiciones, pero a cambio exigió una sumisión total de parte del clero, que debió ser absolutamente adicto al Partido Federal.

Sin embargo, no aclaraba a qué gobierno de Cuyo se refería (formado por tres provincias autónomas).

El presidente y su vicepresidente debían pertenecer a la comunión católica apostólica romana:

El 1 de marzo de 1855 Urquiza emitió un decreto que establecía que los gobiernos provinciales podían ser considerados vicepatronos solo por delegación del Gobierno federal, y que sus facultades se limitaban a la presentación de candidatos para los beneficios menores (todos los oficios eclesiásticos rentados) del territorio provincial.

Sin embargo, el tratado entre España y Argentina no significó que la Santa Sede reconociera la transferencia del patronato regio de España a Argentina, sino que desde entonces consideró que los reyes españoles renunciaron a él y todos los derechos y privilegios concedidos revirtieron a la Santa Sede.

Si no lo aceptaba el papa mantenía la sede vacante en espera de una nueva presentación.

El candidato podía así luego ser consagrado e instalado en su diócesis como obispo.

[44]​ En esos momentos las relaciones entre ambas partes estaban en un estado álgido a causa de las leyes laicas del gobierno de Julio Argentino Roca, especialmente por los debates respecto del matrimonio civil.

La radicación de maestras protestantes en Córdoba hizo que el vicario capitular a cargo de la diócesis local fuera depuesto en virtud del patronato por iniciativa del ministro Eduardo Wilde.

En vano también los salesianos intentaron que se reconocieran las dos jurisdicciones dependientes de sus misioneros.

En julio de 1916 pasó a ser nunciatura apostólica con la llegada del nuncio Alberto Vasallo-Torregrossa, mientras que en Roma se establecía la embajada argentina ante la Santa Sede.

Cuando el Gobierno insistió con la nominación, la Santa Sede ordenó al nuncio apostólico en Buenos Aires que designara al obispo de Santa Fe, Juan Agustín Boneo, como administrador apostólico sede plena para gobernar temporalmente la arquidiócesis de Buenos Aires dejando al vicario capitular Bartolomé Piceda como delegado de Boneo.

Para la Corte Suprema las palabras «arreglar el patronato» usadas en la constitución nacional como atribución del Congreso Nacional, significaban «reglamentar el patronato», aunque la Santa Sede no interviniera en ello.

[53]​ El acuerdo fue la primera vez que la Santa Sede reconocía por escrito al Gobierno argentino el derecho a acordar la designación de un obispo, por lo que podía implicar un reconocimiento parcial del derecho de presentación del patronato:

El nuevo presidente retomó la postura seguida en el pasado por Dalmacio Vélez Sarsfield, Tomás Manuel de Anchorena y José Manuel Estrada, que postulaba que las prerrogativas del patronato no estaban incorporadas definitivamente al derecho público argentino porque siendo un asunto bilateral, la Santa Sede no había otorgado su asentimiento, pues el patronato dependía de una especial concesión papal y las normas constitucionales previstas para su ejercicio lo fueron en el supuesto de que se otorgara la concesión.

Dado que el Congreso nacional no estaba funcionando, no fue aprobado por ley sancionada constitucionalmente, pero su validez está confirmada por su aplicación durante los gobiernos democráticos posteriores y su mención en algunas leyes sancionadas por el Congreso (por ejemplo la ley n.º 24483 de 5 de abril de 1995)[56]​ El concordato expresa:

Para el caso de una objeción no hay un procedimiento a seguir, por lo que la Santa Sede podría imponer de todas maneras un candidato objetado, aunque el Gobierno argentino luego podría no reconocerlo administrativamente.