Juana pudo aprender griego, lo cual le permitía leer la Biblia, que por aquella época estaba traducida a muy pocos idiomas.
Puesto que solo la carrera eclesiástica permitía continuar unos estudios sólidos, Juana entró en la religión como monje copista, bajo el nombre masculino de Johannes Anglicus (Juan el Inglés), según Martín el Polaco.
Acabada la inspección, si todo era correcto, debía exclamar: «Duos habet et bene pendentes» (‘tiene dos y cuelgan bien’).
Utilizada por los detractores, esas versiones se sostuvieron por muchos años hasta que en 1562 el agustino Onofrio Panvinio redactó la primera refutación sería de aquella leyenda.
Ninguna crónica contemporánea a los hechos narrados acredita la historia, y la lista de papas no deja ningún resquicio en que se pueda insertar el pontificado de Juana.
Estos datos son confirmados por pruebas sólidas, como monedas y documentos oficiales de la época.
El mito fue tal vez ideado a partir del sobrenombre de «papisa Juana» que recibió en vida el papa Juan VIII por lo que sus opositores consideraron debilidad frente a la Iglesia de Constantinopla, o quizá por el mismo sobrenombre aplicado a Marozia, autoritaria madre de Juan XI, quien dominaba la iglesia como si fuera un Papa e influía en la política.
La acogida que hacen los medios eclesiásticos de la anécdota, que en un principio fue aceptada como cierta, se ha explicado después por el interés del caso jurídico y por una voluntad de imponer una interpretación oficial del supuesto acontecimiento.
En 1886, el griego Emmanuel Royidis publicó La papisa Juana, que vino a relanzar el mito.
En el siglo XX se interesaron por ella otros escritores, como Lawrence Durrell, Renée Dunan o Alfred Jarry.