La doctrina de la Inmaculada Concepción tuvo gran importancia en España desde principios del Medievo, y esta devoción fue afirmándose con el paso del tiempo, aunque no fuera apoyada oficialmente por el Concilio de Trento.
Tratadistas como Luis del Alcázar —en el año 1618— y pintores como Francisco Pacheco, en su Arte de la pintura, fueron determinando su plasmación pictórica, especialmente en Sevilla.
[1] Las normas iconográficas de Pacheco nunca se cumplieron rigurosamente, siendo este mismo artista el primero en transgredirlas.
Algunos atributos permanecen en un brumoso paisaje —en la parte inferior— someramente pintados, envueltos en una luz dorada que los diluye en el fondo.
La Virgen parece flotar en un cielo dorado, y también difiere de las versiones anteriores: su figura ondula levemente, su canon es mucho más alargado, y las nubes que la rodean son más claras.