En ese sentido es una mediación secundaria pero especial por su singular papel en el plan de la salvación.
El mismo, además de las citas del Segundo Concilio de Constantinopla referidas más arriba ―en la sección referida a la maternidad divina― en las cuales se llama a María "siempre virgen", fue declarado con estas palabras: La palabra Aeiparthenos señala tanto el aspecto físico de la virginidad como lo moral al no pecar nunca contra la castidad o la pureza.
La virginidad en la concepción de Jesús nunca fue negada entre la comunidad cristiana, mientras que la virginidad durante el parto fue negada por Tertuliano y muchos años después por Joviniano quien junto a otros seguidores fue condenado por el papa Siricio.
A partir del siglo V se componen numerosos relatos apócrifos denominados Transitus Mariae u Obsequia Virginis, que narran la muerte de María y su posterior resurrección o asunción (según la tradición que sigan).
A partir del siglo VI se celebra tanto en Oriente como en Occidente una fiesta mariana el 15 de agosto que bajo diversos nombres (Dormitio, Assumptio, Transitus, Pausatio, Dies natalis) celebra la muerte de María o su asunción.
A partir del siglo X se asume la convicción piadosa de que María fue asunta al cielo tanto en Oriente como en Occidente.
La primera petición a Roma pidiendo la definición fue presentada por Cesáreo Shguanin en el siglo XVIII.
En 1946, Pío XII envió la encíclica Deiparae Virginis a todos los obispos católicos, consultando si deseaban y veían posible esta definición.
Al hacerlo, evitó pronunciarse sobre la cuestión de si la Virgen murió y fue inmediatamente resucitada, o si fue asunta al cielo sin pasar por la muerte, eligiendo cuidadosamente las palabras "terminado el curso de su vida terrena".
30 El ángel le dijo: —María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios.
31 Ahora vas a quedar encinta: tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
34 María preguntó al ángel: —¿Cómo podrá suceder esto, si no vivo con ningún hombre?
También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia.
Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes.
Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad.
En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta.
Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma.