En mayo de 1821 el gobierno del Imperio ruso enviaba una nota a sus embajadores en la que se manifestaba la «aflicción» y el «dolor» de los soberanos europeos y su desaprobación por «los medios revolucionarios puestos en práctica para dar a España nuevas instituciones».
[6] Por su parte, el canciller Metternich, el principal artífice del nuevo orden europeo posterior a Napoleón, llegó a considerar más peligrosa la Revolución española de 1820 que la Revolución francesa de 1789, porque la primera había sido «local» mientras que la española era «europea».
[7][8] Metternich en el Congreso de Laibach, donde finalmente se dio vía libre a la intervención austríaca en Nápoles, ya había presionado al representante del Reino de Francia para que interviniera en España —«Es necesario quitarse de encima ese peligro que tenéis a las puertas; es una amenaza para vuestro Gobierno», le había dicho— pero este respondió: «España no es una amenaza; la constitución se debilitará por sí misma y se verá obligada a modificarla».
[13][14] «Las otras potencias se opusieron a la intervención unilateral de Francia temiendo que su gobierno utilizase esa oportunidad para restaurar su control sobre la península ibérica y quién sabe si también sobre los territorios españoles y portugueses en América.
El gobierno británico mantuvo su oposición mientras Austria y Prusia, que apoyaban claramente el principio de intervención, insistían en que no disponían ni de las tropas ni del dinero necesarios para participar en ella».
[13][14] Finalmente, Austria, Prusia y Rusia (Gran Bretaña se negó a adherirse)[16] se comprometieron el 19 de noviembre a apoyar a Francia si esta decidía atacar a España pero «exclusivamente en tres situaciones concretas: 1) si España atacaba directamente a Francia, o lo intentaba con propaganda revolucionaria; 2) si el rey de España fuera desposeído del trono, o si corriera peligro su vida o la de los otros miembros de su familia; y 3) si se produjera cualquier cambio que pudiera afectar al derecho de sucesión en la familia real española».
[13] En junio de 1823, cuando la invasión francesa ya hacía dos meses que había comenzado, un periódico británico publicó un supuesto tratado secreto firmado en Verona el 22 de noviembre por los representantes de Austria, Prusia, Rusia y Francia en el que se encomendaba a esta última invadir España.
La legitimidad iba por primera vez a quemar pólvora bajo la bandera blanca [de los Borbones]… Cruzar de un salto las Españas, triunfar en el mismo suelo donde hacía poco los ejércitos de un hombre fástico [Napoleón] habían sufrido reveses, hacer en seis meses lo que él no había podido lograr en siete años, ¿quién hubiera podido aspirar a lograr tal prodigio?
Un comentario similar apareció al día siguiente en el londinense New-Times, un periódico matutino».
[28] La profesora De la Torre del Río también recalcó que «cuatro días después de su aparición en Londres, el supuesto tratado secreto fue traducido al francés y publicado por el parisino Pilote.
[32] La respuesta del secretario del Despacho de Estado Evaristo San Miguel, «taxativa y poco diplomática»,[36] no dejó margen para la negociación: manifestó la adhesión del Gobierno al «invariable código fundamental jurado en 1812» y rechazó toda intromisión en los asuntos internos españoles («La nación española no reconocerá jamás en ninguna potencia el derecho de intervenir ni de mezclarse en sus negocios», afirmó).
[38] El diputado Antonio Alcalá Galiano dijo: «Sepa el mundo entero que la nación española desea la paz, pero que no rehúsa la guerra y que está dispuesta a repetir con exceso sus anteriores sacrificios antes de sufrir se atente a su independencia ni retroceder una línea en su sistema constitucional».
[39] En los días siguientes los embajadores de las «potencias del norte» (Austria, Prusia y Rusia) abandonaban Madrid y un poco más tarde, el 26 de enero, lo hacía el embajador francés.
[40] El gobierno británico hizo un último intento para evitar la invasión francesa y envió a Madrid a Lord FitzRoy Somerset para que consiguiera que el Gobierno español abordara una reforma constitucional que la acercara a la Carta de 1814 tal como habían propuesto los franceses, lo que supondría la «devolución» de gran parte de sus poderes al rey Fernando VII ―aunque con esta misión diplomática el gobierno británico negaba «cualquier apoyo explícito al derecho de los españoles a elegir con libertad e independencia su futuro político», ha comentado Gonzalo Butrón Prida―.