[3] Desde sus comienzos, el chocolate fue considerado por los españoles como una bebida y permaneció en ese concepto hasta principios del siglo XX.
Desde el primer momento se endulzó con azúcar de caña, y fueron los españoles los primeros en difundirlo en Europa.
En la América precolombina el chocolate se condimentaba con chiles y resultaba una mezcla amarga y picante cuyo sabor no agradó inicialmente a los conquistadores españoles, quienes pronto se vieron motivados a endulzarlo con azúcar traído desde la península ibérica, además de prepararlo caliente.
[14] Estas tres simples transformaciones distinguieron, durante los primeros siglos, el chocolate de los autóctonos del que se servían los colonizadores españoles.
Este mismo patrón lo han sufrido otros alimentos que han viajado en los dos sentidos (ida y vuelta), a través de ambos mundos,[15] aunque ninguno tuvo una aceptación y una demanda mundial semejante en proporciones a la del chocolate.
[17] Ya por entonces los españoles sabían que los frutos del cacao eran considerados como moneda de cambio por los lugareños.
Los nuevos ingredientes traídos por los españoles (trigo y garbanzos)[20] eran rechazados igualmente por la población autóctona: los sabores eran extraños para ellos.
Lo cierto es que en un instante indeterminado dentro del siglo XVI, los españoles de la Nueva España comienzan a usar la palabra chocolatl.
Ya en los albores del siglo XVII el chocolate servido para beber comenzaba a ser popular en España, y fue aceptado primero por las clases altas.
El chocolate se servía a las visitantes entre almohadones, tapices y al calor de braseros.
A comienzos del siglo XVII, el chocolate bebido ya estaba plenamente aceptado en la Corte, y su ingesta resultaba habitual en las recepciones reales matutinas.
De esta forma, el chocolate no entra en la repostería española como ingrediente hasta comienzos del siglo XX.
Estas mejoras aumentaban la calidad del chocolate sustancialmente y facilitaban el control de texturas.
Todos estos avances tecnológicos fueron la semilla de las grandes casas chocolateras europeas: Kholer, Tobler, Suchard, Lindt y Nestlé.
El resto de empresas europeas se adaptaron y sus ventas fueron acaparando progresivamente los mercados internacionales.
El chocolate empieza a ir cediendo fama entre las clases altas, y los tratados de urbanidad ya muestran ejemplos con ambas bebidas.
En 1875, el farmacéutico suizo Henri Nestlé creó la leche condensada y las harinas lacteadas, en colaboración con Daniel Peter.
En la cocina americana se empleaba el cacao en la elaboración del guajolote (pavo de indias), en una preparación culinaria denominada mole.
[68] Es decir, la Iglesia católica admitía su consumo sin violación del ayuno, siempre que no se le añadiera leche o huevos.
El chocolate se elabora, en esta época, por los modernos métodos mecánicos de molienda establecidos durante la Revolución Industrial del siglo anterior.
En Madrid, la importante fábrica chocolatera La Española anuncia como signo de calidad que sus chocolates se realizan «a brazo».
[3] El chocolate se servía durante esta época en diferentes establecimientos públicos, como en los cafés de tertulia.
Este invento fue denominado «cacaolat»[75] y se hizo muy popular en España a mediados del siglo XX.
Estos aditamentos, si bien no eran perjudiciales a la salud, eran engañosos, ya que disminuían la calidad del producto.
Hay autores que defienden el uso del chocolate frente al café como algo «auténticamente español».
En los años sesenta el grupo Starlux se inspiró en las diversas cremas de chocolate untables que circulaban por Europa para crear la nocilla (sus ingredientes básicos eran leche, cacao, avellanas y azúcar).
[76] Para darse a conocer entre los jóvenes, Nocilla patrocinó campamentos deportivos, eventos infantiles y apostó fuertemente por la publicidad.
Las empresas son, por regla general, pequeñas y su objetivo es el mercado interior, las cuales están ubicadas, en su gran mayoría, en Barcelona.
España era, a finales del siglo XX, la octava nación en consumo de cacao, oscilando entre dos y cuatro kilos per cápita.
Como tónica general, se puede ver la evolución en la maquinaria empleada a partir del siglo XIX.