El mencionado era el sentido buscado del auto de fe, en el que los condenados a muerte por el tribunal eclesiástico —los relapsos (reincidentes)— eran relajados al brazo secular, es decir, entregados a la autoridad secular, que era la encargada de la ejecución de la sentencia de muerte, conduciendo a los reos al lugar donde iban a ser quemados —estrangulados previamente si eran penitentes, y quemados vivos si eran impenitentes, es decir, si no habían reconocido su herejía o no se arrepentían—.
[1] Sin embargo, según Henry Kamen, "lo que comenzó como un acto religioso de penitencia y justicia acabó siendo una fiesta pública más o menos parecida a las corridas de toros o a los fuegos artificiales".
[2] Según el mismo Kamen, entre los extranjeros que visitaron España los autos de fe provocaron "asombro y repugnancia ante una práctica que era desconocida en el resto de Europa.
No hay duda de que debía ser espantoso ver a clérigos presidiendo una ceremonia en la que se ejecutaba a los condenados, pero en realidad las ejecuciones públicas en otros países no diferían mucho de un auto de fe y, a veces, lo superaban en salvajismo".
[6] "El público casi no asistía a los autos; en lugar de un elaborado ceremonial, había poco más que un simple rito religioso en el que se determinaban las penas para los herejes detenidos.
Cuando la procesión llegó a la "iglesia mayor" en la puerta "estavan dos capellanes, los quales fazían la señal de la cruz a cada uno en la frente, diziendo estas palabras: «Recibe la señal de la cruz, la qual negaste e mal engañado perdiste»".
"E de que esto fue acabado, allí públicamente les dieron la penitencia".
A lo largo del siglo XVI los autos de fe fueron ganando en solemnidad y duración.
Otra referencia literaria la encontramos en la novela Auto de fe del autor búlgaro-austriaco-inglés, Elías Canetti, escrita en 1935, prohibida por los nazis y desconocida hasta los años 60 del siglo XX.
La Inquisición concede la presidencia del acto a un miembro de la alta nobleza y cuando se celebra en la Corte intentará que asista el rey.
Felipe II presidió otros autos de fe —en Lisboa en 1582 y en Toledo en 1591— ya que, según Joseph Pérez, "al parecer, le gustaban mucho estas ceremonias, y no por sadismo, como se ha dicho muchas veces —recordemos que los condenados a muerte son ejecutados después del auto de fe, y que las autoridades no asisten a la ejecución—, sino por pompa: procesión, misa, sermón...".
Así, mientras en Sevilla en la segunda mitad del siglo XVI se celebraron al menos veintitrés autos de fe, en Madrid entre 1632 y 1680 no se celebró ninguno.
Según Emilio La Parra y María Ángeles Casado, el último auto de fe general que se celebró en España tuvo lugar en Sevilla en 1781.
La víctima fue María de los Dolores López, una mujer de baja condición social, acusada de fingir revelaciones divinas y de mantener relaciones sexuales con sus sucesivos confesores ("dormía con ellos en paños menores, estaba con mucha frecuencia en cueros, y después la azotaban ellos mismos porque así convenía para su salvación, bien que no constan que hubiesen actos completos", según relató un fraile conocedor del caso).
"Es un espectáculo que llena de terror a los asistentes y una imagen terrorífica del Juicio Final.
[17] Los preparativos comenzaban un mes antes de la fecha fijada porque había que construir el estrado en una plaza pública o en un templo, con bancos para los condenados para que pudieran ser vistos por la multitud, una tribuna para las autoridades, y gradas para los espectadores.
Además había que disponer las colgaduras y en ocasiones los toldos para dar sombra a los asistentes.
Todo ello suponía una suma importante de dinero, por lo que la Inquisición, cuyas finanzas nunca fueron muy boyantes, siempre tuvo dificultades para organizarlos, y no siempre pudo contar con la ayuda financiera de los municipios donde se celebraban.
Tras ellos iban los llamados familiares de la Inquisición, que en algunos escritos figuran como "los ojos", y cerraban el cortejo, primero los lanceros a caballo (u otra delegación militar) y después los representantes de las comunidades religiosas existentes en la ciudad.
Cada condenado se adelantaba para escuchar la suya y si se trataba de un reconciliado abjuraba públicamente de sus errores y prometía no volverlos a cometer.
A continuación se cantaban varios himnos religiosos —Miserere mei, Veni Creator— y se rezaban oraciones, procediéndose después a descubrir la Cruz Verde que desde el día anterior había permanecido cubierta con un paño negro.
[26] El auto de fe duraba varias horas y podía alargarse durante todo el día, sobre todo si se cerraba con la celebración de una misa solemne.