Diego Mexía de Fernangil

[4]​ En 1596 hizo un viaje a Virreinato de la Nueva España o México, que resultó muy accidentado.

Sorprendido por una tormenta y fallecido un tripulante, Mexía decidió desembarcar en el primer puerto que tocó la nave, y con un cargamento de plata, caminó trescientas leguas hasta llegar a la Ciudad de México, donde permaneció por un año.

El acierto poético no sólo es reflejo natural de la poesía ovidiana, sino, muy evidentemente, un logro del traductor.

En la primera de esas epístolas, «De Penélope a Ulises», Mexía acierta al exponer la pesadumbre de la esposa abandonada:[9]​ No me quejare que mil siglos eraUn día en esta ausencia, imaginandoQue el sol se detenía en su carrera, Ni las manos viudas macerando Tejiera esta tela, con que peno,Por ir las noches y horas engañando.

Yo, que gozaba fresca primaveraCuando partiste, y la madeja de oroEn mis cabellos se mostraba entera.

La más expresiva de todas las epístolas es la de «Fedra a su hijastro Hipólito», donde aparecen, entre otros, los siguientes versos:[10]​ En la Segunda Parte del Parnaso Antártico, que permaneció varios siglos inédita, el poeta se muestra sumamente piadoso y hasta místico.