En sus paredes, se construyeron nichos rectangulares (en latín, loculi en plural) de diferentes tamaños, para los entierros, sobre todo para un cadáver, aunque a veces podían yacer dos y rara vez una mayor cantidad.
Los primeros cristianos que vivían en Roma en número reducido sepultaban a sus muertos según era costumbre en necrópolis al aire libre.
Lo más probable es que pasado el tiempo los nuevos cristianos se asociaran siguiendo así también la costumbre pagana de formar collegia o grupos privativos.
[2] Por lo general el espacio consta de diversos núcleos, dispuestos en pisos, casi siempre excavados en distintas épocas.
Es frecuente encontrar estos cubículos decorados con pintura mural al fresco.
[4] Al principio las paredes no tenían ningún tipo de ornamentación, solo tomaron como práctica el fijar en los muros monedas y camafeos y de este modo señalar la fecha.
Esta costumbre ha facilitado mucho el estudio y la datación a los arqueólogos.
La decoración se concentra en los cubículos y la técnica utilizada es la pintura al fresco, que muestra una ejecución muy rudimentaria.
Testimonio de este hecho son los numerosos nombres dados a los cementerios: Priscila, que era la madre del senador Pudens, dio lugar a la catacumba de santa Priscila, un vasto cementerio sobre la vía Salaria.
Luciana, Justa y muchas otras, cuyas propiedades están muy bien documentadas.
Las múltiples galerías o corredores que se multiplican en todas ellas no son solo para acceder de un lugar a otro, sino que están destinados a ser ellos mismos un cementerio.
Sus paredes están repletas de nichos, donde se disponen los cuerpos en horizontal por niveles.
Desde ese momento hasta entrado el siglo XIII ya no se vuelve a hablar de las catacumbas; quedan completamente olvidadas.
Y mucho más tarde, ya en el siglo XVIII, se impuso la traslación de reliquias desde las catacumbas a las iglesias.
Su entusiasmo le llevó a hacer un examen exhaustivo del sitio y al final confeccionó un interesante álbum en el que había copiado in situ todas las pinturas encontradas y en el que había dibujado los sarcófagos y otras esculturas.
Cuando entró el siglo XIX, apareció otro erudito que se entregó, igual que sus antiguos compañeros, en cuerpo y alma al estudio de las catacumbas.