Según esta doctrina, Gran Bretaña debía evitar el establecimiento de alianzas permanentes con país alguno del globo para la defensa de sus intereses, atendiendo a que el máximo interés diplomático británico era evitar -por cualquier medio- verse arrastrada a una guerra entre grandes potencias.
El "espléndido aislamiento" justificó la inicial hostilidad británica hacia el Segundo Imperio francés, fundado en 1852, y más tarde justificó la guerra de Crimea, librada entre 1853 y 1856, para impedir un acceso soberano de Rusia al Mediterráneo a costa del debilitado Imperio Otomano.
Se considera que esta política «egoísta» resultaba «espléndida» al asegurar la prosperidad británica sin arriesgarla en conflictos inútiles y era además necesaria para el Reino Unido debido a las dificultades con las que tropezaba para mantener su hegemonía, al ser un país con una creciente población, cada vez más dependiente de las importaciones de materia prima para mantener su poderosa industria, pero con el ejército más pequeño de todas las grandes potencias, y con las fronteras más extensas que defender en una metrópoli insular (además de las tropas necesarias para guarnecer al imperio colonial más extenso del mundo.
Ciertamente, Gran Bretaña aceptaba intervenir militarmente donde sus intereses fueran afectados como en las guerras del Opio contra China o intrigando contra la expansión de Rusia en Asia Central, amenazante para la India británica, pero al mismo tiempo se evitaba cualquier alianza o compromiso con países extranjeros.
Así, en 1902 Gran Bretaña celebró una alianza con Japón contra las ambiciones rusas y poco después pactó la Entente Cordiale con la Tercera República francesa en 1904, que en la práctica suprimió el "espléndido aislamiento" y fue la base de la posterior Triple Entente durante la Primera Guerra Mundial.