En ambos casos, las autoridades intentaron aislar, desacreditar o prohibir las obras.
Algunos emprendieron el camino del exilio, por ejemplo, Schoenberg, Weill, Hindemith o Goldschmidt.
En tanto otros, como Karl Amadeus Hartmann o Boris Blacher, se recluyeron en un 'exilio interior'.
Viktor Ullmann y Erwin Schulhoff, incluso, terminaron sus vidas en los campos de concentración.
Algunas páginas musicales que fueron adoptadas con entusiasmo por el régimen nazi, como la popular Carmina Burana de Carl Orff (1937), fueron catalogadas en un principio como "degeneradas" por los críticos musicales locales.