Juan Antonio Castro
(1980), estrenada cuando ya se hallaba muy enfermo, se convirtió en su particular canto de cisne, en que la escena está presidida por gigantescas figuras de la Iglesia, Fernando VII y Napoleón, integrando como en otras obras los recursos más obvios de los diversos géneros teatrales más o menos en boga: melodrama, sainete, tragedia popular... para mostrar un singular drama histórico en que el propósito crítico se confunde la mera anécdota.Asimismo sus temas argumentos son también cultos, pues beben a menudo de fuentes históricas o literarias.Y es popular el sentido más noble que pueda darse al término, pues enlaza con la tradición clásica de la escena; una tradición que se vincula con la sensibilidad de un espectador no pervertido por las formas más rancias y acartonadas del espectáculo teatral.Para ello Castro se vale de todos los géneros dramáticos; desde los más grandes —tragedia, comedia o drama— hasta los llamados menores o, incluso, ínfimos —cabaré, musical, sainete...—, y los superpone, los retuerce y los utiliza hasta lograr su propósito: conmover al espectador.Su intención es indagar en las raíces populares, hondas y antiguas del teatro, en su ceremonia auténtica; en su capacidad para conmocionar e inquietar desde la palabra dramática.