(1980), estrenada cuando ya se hallaba muy enfermo, se convirtió en su particular canto de cisne, en que la escena está presidida por gigantescas figuras de la Iglesia, Fernando VII y Napoleón, integrando como en otras obras los recursos más obvios de los diversos géneros teatrales más o menos en boga: melodrama, sainete, tragedia popular... para mostrar un singular drama histórico en que el propósito crítico se confunde la mera anécdota.
Asimismo sus temas argumentos son también cultos, pues beben a menudo de fuentes históricas o literarias.
Y es popular el sentido más noble que pueda darse al término, pues enlaza con la tradición clásica de la escena; una tradición que se vincula con la sensibilidad de un espectador no pervertido por las formas más rancias y acartonadas del espectáculo teatral.
Para ello Castro se vale de todos los géneros dramáticos; desde los más grandes —tragedia, comedia o drama— hasta los llamados menores o, incluso, ínfimos —cabaré, musical, sainete...—, y los superpone, los retuerce y los utiliza hasta lograr su propósito: conmover al espectador.
Su intención es indagar en las raíces populares, hondas y antiguas del teatro, en su ceremonia auténtica; en su capacidad para conmocionar e inquietar desde la palabra dramática.