Cuando en el año 1833 comenzó la Primera Guerra Carlista, las personas que no aceptaron como reina a Isabel II fueron consideradas rebeldes y como tales, con harta frecuencia, fusiladas.
Como les había concedido cuatro horas para prepararse a morir, el arzobispo pidió dos días más tarde que en adelante fuesen concedidas 24 horas a los que habían de ser ejecutados, a lo que Quesada contestó: ...será inútil la menor o mayor concesión de tiempo para ejecutarlos».
Lord Edward Granville Eliot y el coronel John Gurwood fueron los comisionados.
Espoz y Mina le envió al inglés Wilde, observador británico en el ejército liberal, para recogerlo en la frontera.
Zumalacárregui se retiró con sus tropas al valle de la Berrueza, donde le encontró Eliot.
El coronel carlista que había acompañado hasta Logroño a los ingleses, llevó el nuevo ejemplar a Zumalacárregui que lo firmó sin más en Eulate al día siguiente, quedando así un tanto regularizado el trato de los prisioneros de la Primera Guerra Carlista:«En nuestra opinión, y séanos permitido el emitirla, que este tratado se hacía indispensable, y aún suponiendo que una potencia extranjera no hubiese interpuesto su influjo, no podía menos de haberse llevado adelante»[7] El convenio contenía las siguientes nueve estipulaciones:[8] El artículo número seis dice que «durante esta guerra, ninguna persona, cualquier que sea, civil o militar, será matado por sus opiniones políticas, sin que fuese enjuiciado y juzgado según las leyes, decretos y ordenanzas de España.
[8] Charles Frederick Henningsen, un soldado inglés que sirvió con los carlistas, dedicó su libro sobre Zumalacárregui a Lord Eliot, a quien describió como «uno de los pocos que en alguna manera interfirió en la guerra civil ahora desolando a España, cuyo nombre no será una maldición, pero en cuya cabeza todas las bendiciones de españoles de cualquier clase será dada».
Sin embargo, el gobierno isabelino acabó por aceptar su aplicación en toda España.
En uno de los intercambios efectuados en este lugar, al comprobar el oficial isabelino encargado de entregar los presos carlistas el estado lamentable que presentaban los prisioneros isabelinos que se le daban a cambio, amenazó que en el siguiente canje no lo realizaría uno por uno sino «a peso».