Al inicio, en tiempos del emperador León III se argüía que la misma Biblia prohibía el uso de las imágenes.
A esta prohibición de los iconoclastas se excluía la cruz que era venerada también por ellos.
[7] Al hacerse con el control de la situación en Constantinopla, el emperador fijó las temáticas a tratar y convocó un concilio que –él mismo afirmaba– debía ser ecuménico y condenar las imágenes.
No había ningún representante del Papa ni de los otros patriarcas.
El emperador luego emanó leyes que consideraban rebeldes a los que mantuvieran el culto de las imágenes y fue encrudeciendo rápidamente la severidad con que aplicaba los decretos del concilio: retiro de reliquias, críticas a la intercesión de los santos y de la Virgen María, críticas a la vida monacal, etc. Con su muerte, en el año 775, la persecución amainó; y así se mantuvo bajo el breve gobierno de su hijo y sucesor León IV (775-780).
Esta asamblea condenó las resoluciones de Constantino V y lanzó el anatema contra los iconoclastas: