Los rumores sobre el descarriado joven llegaron hasta el apacible pueblo, y el tío suspendió las entregas de dinero, único sustento del estudiante.
Enigmático, oscuro, huraño y melancólico, deambuló por las sucias callejuelas del otro lado del río, en los oscuros bares de barriadas extremas, bebiendo el vino en los amaneceres, perdido en los suburbios con sus manuscritos escondidos y arrugados en los bolsillos.
El escritor Antonio Orrego Barros, amigo de González, cuenta que éste arrendaba una pequeña casita en la calle Salas, donde reservaba una pequeña habitación y subarrendaba el resto a obreros que le adeudaban eternamente el pago.
Emma, asustada, lo abandonaría pocos años después y se marcharía con un circo pobre, pero de esos que recorren el país entregando un teatro miserable.
Pienso las cosas más disparatadas… Y aunque me han puesto este biombo para que no mire a los otros enfermos, miro todas las camas y me imagino los rostros flacos, amarillentos con los ojos hundidos…”.
[2] Fue un poeta de vida bohemia e influencia romántica que vivió y murió en la miseria.
En el libro Los líricos y Los épicos, Miguel Luis Rocuant se refirió a Pedro Antonio González así:
Sucédense los reyes; termínanse las leyes como si fuesen días; igual se muda el Papa; terribles convulsiones alteran todo el mapa; los amigos se pierden y la mujer olvida los tiernos y amorosos juramentos que prometiera un día; sólo tú, ser gaseoso, no varías.