Como el resto de la liturgia, su forma varía dependiendo del rito.
Son observadas con especial atención y cuidado por las comunidades monásticas.
Jesucristo mandó a sus discípulos «orar siempre» (Lc 18,1) y los primeros cristianos tuvieron la costumbre de rezar el Padre Nuestro 3 veces al día (Didaché VIII,3), Clemente de Alejandría (+215) atestigua ya un oficio formulado con tiempos precisos (Stromata 7,7) pero no fue sino hasta que cesó la persecución (siglos IV y V d. C.) cuando se impuso uniformemente la liturgia de las horas, llamada también oficio divino en las catedrales.
Su importancia se debe a la necesidad de rezar y elevar oraciones al Padre por Jesucristo.
Posteriormente hacia 1911 San Pío X asigna salmos a cada día y establece un nuevo orden que retocará el Concilio Vaticano II teniendo la primera edición completa en lengua española hacia 1979.