[1][2] En la primera mitad del siglo XV, las grandes potencias italianas habían estado consolidando sus territorios, con Saboya expandiéndose hacia la costa de Liguria, Venecia centrándose en Terraferma mientras que el Stato da Mar estaba amenazado por la expansión turca, Milán expandiéndose hacia el sur (y, aún después del desmembramiento del ducado milanense tras la muerte de Gian Galeazzo Visconti, conservando la mayor parte de Lombardía), habiendo los florentinos ganado la mayor parte de la Toscana y habiendo comenzado los Estados Pontificios la unificación de los territorios pontificios que continuaría durante los dos siglos siguientes, mientras que Alfonso V, rey de Aragón, adquirió ambas Sicilias, reinando en el Reino de Nápoles como Alfonso I, además de expandirse hacia el norte.
[2] Proclamada solemnemente el 2 de marzo de 1455 con la adhesión del Papa Nicolás V (1447-55), el rey Alfonso y otros pequeños Estados a la Liga (excluida a la Casa de Malatesta de Rímini, por insistencia de Alfonso),,[3] por la que se estableció un acuerdo de defensa mutua y una tregua de 25 años entre las potencias italianas, prohibiendo las alianzas y tratados separados y comprometiéndose a mantener los límites establecidos.
La relativa paz y estabilidad resultante del tratado de Lodi y la Liga, promovida por Sforza, le permitió consolidar su dominio sobre Milán,[4] y fue la decisión más importante de la política exterior de Cosme de Médici para poner fin a la tradicional rivalidad entre su Florencia y la Milán de Sforza.
La Liga, por lo tanto, proporcionó una détente (distensión), fundada en la sospecha mutua y el miedo al reino de Francia más que en la colaboración, que podría haber llevado a la formación de un Estado más amplio y unificado.
La Liga itálica jugó un papel esencial en el equilibrio de poder perseguido posteriormente por el gobernante florentino Lorenzo de Médici (1449-1492); proporcionó suficiente estabilidad para permitir que la economía peninsular se recuperara de la pérdida de población y la depresión económica causada por la peste negra y sus secuelas, lo que condujo a una expansión económica que perduró hasta la primera parte del siglo XVII.